La violencia aniquiladora. Explorando el México bárbaro

Cita: 

Ríos Gordillo, Carlos Alberto [2013], “La violencia aniquiladora. Explorando el México bárbaro”, Carlos Rodriguez y Ramses Cruz (coordinadores), El México bárbaro del siglo XXI, México, UAM-X – UAS, pp. 61-98, http://dcsh.xoc.uam.mx/repdig/index.php/libros-dcsh/investigacion/item/3...

Fuente: 
Libro electrónico
Fecha de publicación: 
2013
Tema: 
Violencia y deterioro social en el contexto de la guerra contra el narco en México.
Idea principal: 

Carlos Ríos es doctor en historia por la Universidad Autónoma Metropolitana.


Introducción

Carlos Ríos abre su texto con la siguiente frase: “La violencia que recorre el México contemporáneo destruye todo a su paso”. Así da comienzo al ensayo en el que reflexiona sobre la rampante ola de violencia en el país que produce desaparecidos, muertos, cuerpos desmembrados, etc. "Todos ellos son hechos de barbarie", desde el comienzo de la guerra contra el narcotráfico.

La violencia generada en el contexto de esta guerra corresponde a la lógica global del capitalismo: la violencia generada gira en torno a dos niveles complementarios. En primera instancia, se ha beneficiado la oligarquía que mantiene el monopolio de las drogas. Así, la guerra estatal contra las drogas obedece a la dinámica de la economía de guerra: los precios y las ganancias han aumentado; existen nuevas rutas de circulación y nuevos territorios de consumo y explotación. Estos aspectos generan grandes sumas de dinero que costean cualquier tipo de riesgo.

En segunda instancia, la guerra contra el narco no sólo es intercapitalista, sino que ha sido transclasista porque paralelamente a ella, la operación de contrainsurgencia se dirige a las clases oprimidas y los movimientos antisistémicos, como el zapatismo. De esa manera se criminaliza la protesta y se elimina a los luchadores sociales anti estatales.

La guerra contra el narco ordenó también el mercado transnacional de estupefacientes mientras que aseguró el monopolio a una mafia particular. Todo eso causó las figuras de violencia que se han interiorizado en las últimas décadas. Esas figuras se ejercen a través de la violencia “de la subsunción de esas formas de subjetividad humana por la forma mercantil-capitalista o autovalorización del capital, que le sustituye en el proceso de reproducción social”.

El autor observa que esa violencia se ejerce por el Estado moderno porque reprime al individuo para que éste no sea capaz de recrear nuevas formas de sociabilidad, libertad y superación, negadas en la historia del capitalismo. Y cuando las personas intentan librarse de ese constreñimiento, son perseguidas y sancionadas por el Estado.

En la situación actual, la expansión de la miseria y el odio se incuban transformándose en la medida en que crece el número de muertos. Esa lógica propicia la violencia que descompone a la sociedad. No obstante, esta dinámica no es nueva y parece tener tintes de representaciones colectivas preexistentes a la actual violencia aniquiladora.

La guerra de clases

En esta sección el autor habla sobre los orígenes de la guerra contra el narco y su legitimación, en 2006, con Felipe Calderón. La guerra, además de ser resultado de las políticas duras contra el crimen (típicamente de derecha), también representó una medida legitimadora para el nuevo gobierno.

Ríos observa que a partir del uso “legítimo” de la violencia; se creó un enemigo a quien debía combatirse. Así, una guerra patriótica (que recuerda a la invasión de Irak y Afganistán por Estados Unidos) comenzó debido a la debilidad en el nuevo gobierno. Sólo que la guerra contra el narco fue emplazada dentro del país.

El autor argumenta que la violencia no es antitética de la sociedad y mucho menos lo es de la civilización capitalista, sino que es “la barbarie la que se encuentra en el centro mismo del núcleo civilizado, ubicada en el centro de la reproducción social del mundo moderno”. Esta violencia en el seno del proceso civilizatorio deshumaniza a la humanidad porque la subsume bajo la figura de “fuerza de trabajo” necesaria para transformar la materia prima en mercancía.

Partiendo de Fernand Braudel, el autor menciona que la violencia ancestral o primigenia de las comunidades es consecuencia de una situación de “escasez absoluta”, y se ejerce peculiarmente contra la comunidad. La comunidad está condicionada a través de la estructura geohistórica y por las fuerzas productivas. Así, este tipo de violencia es ineludible en la condición humana. Braudel apunta que “este combate contra la naturaleza, tan variado y complejo, todavía lleva la marca del hombre, la señal de su medida y de sus recursos que, varían conforme las épocas”. Ríos concluye que es una violencia “dialéctica”.

La violencia ejercida sobre lo natural para la supervivencia y reproducción de la vida, en la modernidad se modifica radicalmente ya que se vuelca en contra de la propia sobrevivencia comunitaria. De esta manera se muestra como hostil, “cuando había surgido precisamente como el intento de superar esta escasez originaria”.

Es decir, esta violencia proveniente de la modernidad capitalista se reproduce para que el valor se valorice aún si eso amenaza la vida y los recursos generando la “bifurcación histórica” o la “crisis sistémica”, no obstante, la violencia hace imposible conquistar la emancipación.

Aquí, el autor cita a Karl Marx quien afirmó que “la violencia es la partera de la historia”, o sea, la “violencia mercantil-capitalista”, que niega la otra historia (de opresiones, represiones y explotaciones producto de la modernidad y la civilización capitalistas). Mientras que en la era del capital, la violencia del Estado neoliberal garantiza el funcionamiento de la circulación mercantil, por medio del monopolio de la violencia.

Así, la violencia estatal conserva el derecho y la justicia “a través de un sistema de relaciones jurídicas determinadas, que sanciona y persigue al individuo cuando recurre a la violencia y la dirige contra el orden imperante”. En esta lógica, el combate a la delincuencia y el crimen organizado, se toman como excusas para producir “la retórica incendiaria del discurso del poder”. Ríos argumenta que la violencia emanada de la delincuencia organizada se convierte en un mecanismo de afirmación y dominación de la clase dominante.

Siguiendo a Michel Foucault, Ríos plantea que, así como la prisión ha “fracasado” en su intento de “reducir” los crímenes a través de la “modificación” de los individuos (el verdadero objetivo de la prisión es la reproducción de la delincuencia), ahora la “integración” y los castigos legales se controlan por medio de una “estrategia legal de los ilegalismos.” O sea, otra forma de controlar la lucha de clases. Así, la delincuencia como un ilegalismo de los grupos dominantes puede ser usada a favor de los intereses de la clase dominante (por ejemplo cuando se infiltran a los sindicatos obreros, organizaciones campesinas, partidos políticos, etc.). Eso significa un funcionamiento extra legal del poder.

Entonces, el texto plantea que la delincuencia es una manera en que el Estado administra y explota la propia ilegalidad, desplazando sus medios para fundamentar el monopolio de la ley y la violencia, y así hacer uso legítimo de los cuerpos de seguridad y represión. Además, le permite combatir los “ilegalismos populares”, que son las respuestas populares a las formas legales estatales (lo que representa el verdadero peligro para las clases dominantes).

En consecuencia, “el derecho de las clases populares a la violencia, que se expresa a través de la lucha de clases sociales, es sancionada y reprimida por la violencia estatal, precisamente porque la primera representa la transgresión del orden establecido”. En México, el discurso del poder señala que los criminales pagarán si se meten con la gente y esto sirve como pretexto para criminalizar los movimientos opositores a lo largo del país, porque se les señala como transgresores del orden jurídico establecido.

Ríos plantea que el Estado ejerce el monopolio de la violencia para controlar la lucha de clases. Sin embargo, esta operación puede darse a través del uso explícito de la represión política, capturando o debilitando los movimientos.

Además, la disputa por el monopolio de la violencia en México, se lleva a cabo en un contexto de reacomodo geopolítico y de pérdida del control estatal desde el Golfo al Pacífico ante el implacable avance de los cárteles. México tiene un Estado débil y eso está relacionado con la radicalización de la violencia de los grupos armados, lo que radicaliza al discurso del poder también.

Ríos observa que, aunque la guerra comenzó dirigiéndose a ciertos carteles, la otra cara de este hecho es la represión de la sociedad civil, así como a luchadores sociales. Ríos apunta que existe una operación de contrainsurgencia utilizando al ejército como fuerza represiva, de “pacificación”, en un territorio radicalizado por diversas luchas sociales y antisistémicas, como el zapatismo.

Esta situación crea diferentes formas de asimilación y respuesta social a la violencia que oscilan entre el miedo y el horror que paralizan al tejido social, pero también que lo movilizan, debido a la indignación.

El desbordamiento de la violencia

En esta sección, el autor ilustra los impactos de la barbarie en la sociedad en México: “los incontables muertos y desaparecidos son hoy día el espejo en el que la barbarie contempla sus propios rasgos”. Se señala que es imposible precisar, las “cifras” o “estadísticas” de la matanza (ver Datos cruciales 1, 2 y 3).

Por ejemplo, una de las primeras masacres ocurrió en Creel, Chihuahua en 2008 y ésta fue opacada por el hallazgo de las narcofosas en Taxco, Guerrero (2010), luego fue superada por otro descubrimiento de otras narcofosas en San Fernando, Tamaulipas (2011), estos son algunos de los incontables casos de violencia que azota al país.

Además, registrar la violencia significa promover el sensacionalismo, Ríos menciona: “el registro del dolor crece cuantitativamente conforme otro “episodio”, otra tragedia más sangrienta, “supera” a la anterior y se vuelve visible, es decir, sensible”. Así se genera la abstracción de la “tragedia”, y se convierte en un referente por encima de lo concreto.

A los responsables de la tragedia se les nombra “criminales”, “secuestradores”, “violadores”, etc., lo que genera categorías útiles al discurso del poder, “escondiendo tramposamente” que también son hombres y mujeres, es decir, parte de la humanidad. Encajonar en esta categorías a los responsables de las tragedias, le sirve al discurso de poder porque les da una identidad (narca) y presenta a la delincuencia como concentrada, y localizada.

Así, los muertos de la guerra contra el narco son considerados como simples bajas y así es cómo el discurso del poder racionaliza la eliminación (de los criminales y la delincuencia organizada). Es por eso que el Estado necesita restaurar el orden ante las acciones del “gran delincuente” y utiliza la propaganda para hacer creer a la sociedad que utiliza las instituciones de procuración de la justicia en México para velar por la preservación del bienestar público de todos los habitantes.

De esta manera, la violencia de los cárteles sólo es comparable a la violencia del Estado, cuyo fin es preservar el monopolio de ésta. La idea de la eliminación de la violencia refleja una mentalidad compartida “por los cuerpos de seguridad estatales y los poderosos cárteles del narcotráfico, que hace estragos en la sociedad”.

En el contexto del monopolio de la violencia, otro fenómeno sucede: la normalización de la violencia se ha vuelto un asunto familiar y cotidiano. La violencia se banaliza y pierde su carácter extraordinario, o sea en “un rasgo más del trayecto de la barbarie”, lo que reduce la indignación y la movilización social. Ríos observa que la violencia brutal se ha interiorizado y eso es lo que permite que las personas puedan soportar las situaciones de desesperanza.

Entre más se acumulan los casos de ejecuciones, secuestros, cuerpos desmembrados, etc., el horror se deshumaniza lentamente. La violencia se vuelve normal e irónicamente, las personas se vuelven indiferentes ante lo excepcional-normal de la guerra contra el narco. Ríos apunta que esa distancia e indiferencia genera que la sociedad no sea capaz de captar con claridad lo que pasa.

Además, los medios de comunicación bombardean con noticias sobre la violencia a la sociedad en general y el tema se transfigura en “resistencia para el aguante”. Esta dinámica genera una falta de empatía que también permite interiorizar o asimilar el problema haciéndolo parte de la cotidianeidad. El objetivo de este mecanismo es sobrevivir a la situación violenta que perdura y se reproduce, pero ya no como algo ajeno a las personas que viven en México sino como parte de sus vidas.

Las personas piensan que mientras no les afecte la violencia, pueden seguir viviendo con normalidad. Ríos apunta que este es un mecanismo de defensa para sobrevivir y distanciarse de los sentimientos que podrían hacer que las personas se paralicen. Según Ginzburg, esto causa una “ausencia de empatía como deshumanización”. El autor muestra que la deshumanización mostrada entre los cárteles y las fuerzas armadas parece ser algo ajeno para la población, debido a la indiferencia egoísta, síntomas de la deshumanización.

Un síntoma social: la violencia aniquiladora

En la última sección, el autor menciona que desde el inicio de la guerra contra el narco, se ha destruido el tejido social. Partiendo desde la introducción de políticas neoliberales en México en la década de los años 80, miles de familias se han sumido en la miseria debido a la falta de servicios como de salud, seguridad social, empleo, pensiones justas, educación pública y gratuita, recreación, arte, cultura, ciencia, tecnología, etc.

De esta manera, Ríos encuentra varios factores que podrían explicar la situación, desde la acumulación por desposesión, la explotación de unas clases sobre otras, la exclusión acrecentada, la discriminación que no cesa, hasta la violencia. Este contexto constituye al México bárbaro, que se reproduce mediante una estructura social y económica. Este es el escenario donde se cometen todos los crímenes de la guerra contra el narco.

Y este escenario representa el peligroso caldo de cultivo para cierto tipo de violencia, cuyos síntomas aparecen en la superficie. Los síntomas son de la descomposición social y la aniquilación sistemática; características de la barbarie de la propia reproducción social. En este sentido, el país se convirtió en una fosa común masiva y en una máquina de matar que produce 20 cadáveres al día. Este escenario consume todo a su paso y genera sentimientos de odio, desesperación y confirma el poder de la muerte impulsado por el lenguaje de la eliminación.

En el México bárbaro, la eliminación del contrario causa placer: “sádicamente pulverizado, convertido en una señal de advertencia, en mensaje para amedrentar al rival y decir, paradójicamente, a los contrarios”. Ríos observa que en este país el discurso de violencia y terror desprecia la vida y llama a la limpieza social.

El Estado necesita de la propaganda que configure un movimiento circular para combatir al “gran delincuente”, validando la implementación de un programa de eliminación que cuente con la identificación y el respaldo decidido de los ciudadanos. Ríos observa que “orquestado desde arriba, el avance de este programa es la destrucción social, particularmente entre los pueblos que ponen los muertos”.

El autor plantea que este tipo de violencia no surgió de la noche a la mañana sin que existieran causas más profundas. Por lo tanto, intenta explicar el surgimiento de la violencia mencionando los siguientes puntos: en primer lugar, la violencia es un problema surgido en México en un momento histórico. Y ese momento se ubica en el 2006 cuando la ultraderecha , aplicando políticas de mano dura y declarando la guerra contra el narco.

No obstante, donde se lucha esta guerra es en el seno de la sociedad mexicana, que además, está sumida en la pobreza con 53 millones de pobres, 12 de ellos se encuentran en la miseria absoluta. Jóvenes que han crecido sin una familia, escuela, acceso a servicios de salud, etc., son representados como “indios”, “pobres” y esta representación negativa, también está cargada de racismo, exclusión, desprecio y desigualdad.

Este discurso eliminatorio también se inspira en la negatividad existente en la identidad de los “inferiores” y Ríos apunta que adquiere su consistencia y porque se arraiga en una identidad pseudoconcreta, anterior y preexistente a su propia aparición. Es decir que este discurso se fundamenta “en las representaciones colectivas más añejas, (...), pero que encuentra la posibilidad de actualizarse o modernizarse al incorporar los estereotipos más recientemente elaborados por esta sociedad”.

Además es un discurso binario: la lucha es librada entre las fuerzas del bien y del mal. Este discurso pretende lograr la identificación plena con las personas para que estén de acuerdo en exterminar al “gran delincuente”. Pero utiliza también las representaciones colectivas de la sociedad desde donde codifica a los delincuentes como narcos y así ese discurso pretende convencer sobre el exterminio a la plaga del narco.

También aparece el endurecimiento de los castigos donde las víctimas, desean hacer “justicia” por mano propia. Esta lógica ignora completamente que las estructuras de exclusión, desprecio, desigualdad y racismo incuban la violencia que aniquila.

A este respecto, el autor menciona que entender la problématica no significa analizar de manera mecánica utilizando algún tipo de fórmula como racismo+capitalismo= violencia aniquiladora; sino que “pensando que la aparición de los asesinos corresponde directamente a la existencia de una sociedad de asesinos”.

Es decir, Ríos intenta articular los síntomas del presente que aparecen en la sociedad mexicana con las estructuras anteriores (y que aún actúan sobre ella). También intenta explicar el deseo de aniquilación del contrario, despojándolo de su propia humanidad.

Finalmente, el autor concluye que la historia de México atraviesa una época oscura” escrita con la sangre y el dolor que brotan intempestivamente en toda la geografía”. Donde la muerte violenta escandaliza y horroriza a los contemporáneos y deja de causar asombro a muchos.

Así, el texto presentó los síntomas de la “descomposición nauseabunda”, que reflejan de manera estremecedora que “la conciencia colectiva contempla sus propios rasgos”.

Datos cruciales: 

1. A un promedio general de 10 mil aniquilados por año, se contabilizaron casi 60 mil “bajas” al 2011; 18 mil desaparecidos se suman al “saldo” de la “guerra contra el narcotráfico” en México.

2. Según el cónsul de Honduras en San Luis Potosí, México, hay 150 mil desaparecidos, únicamente hondureños, entre los últimos 5 y 10 años. Además, más de 20 mil migrantes, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, son secuestrados cada año por miembros del crimen organizado, quienes colaboran con los funcionarios del Instituto Nacional de Migración y la policía.

3. México es el principal corredor migratorio del planeta; ruta de tránsito de 400 mil personas por año, donde los migrantes son considerados mercancías.

Nexo con el tema que estudiamos: 

El México bárbaro es desgarrador, este texto así lo apunta y también explica la violencia aniquiladora que ha azotado a nuestro país en las últimas dos décadas. Pensando en la crítica a la modernidad y en el proceso civilizatorio, fenómeno de larga data, el autor nos propone a analizar y reflexionar sobre el impacto de la violencia en la sociedad mexicana: la forma en cómo se ha normalizado, a manera de mecanismo de defensa, y la forma en cómo ha sido causada por el Estado y sus políticas de mano dura. Todo esto en el escenario del capitalismo contemporáneo, donde el tráfico de drogas se valoriza resultando en grandes ganancias.