La violencia nuestra de cada día

    Daniel Inclán*

    La imagen de una sociedad moderno-capitalista en paz sólo existe en las mitografías civilizatorias, aquellas que afirman, en un sentido teleológico, que el desarrollo capitalista, como estadio más alto de la vida social, es el escenario del contrato social, donde las relaciones de fuerza se relegan y la interacciones entre personas se dirimen en instituciones neutras y abstractas (la reiterada concentración de la violencia legítima). La imagen contractualista, que toma del modelo mercantil su forma y procedimiento, sirve para ocultar las cuatro violencias fundantes del proyecto civilizatorio moderno y su constante reconfiguración: una violencia que cosifica y explota a la fuerza de trabajo; a la que se suma la violencia que radicaliza la división del mundo entre lo masculino y lo femenino; otra que organiza las poblaciones y los territorios en función de un componente racial; finalmente, la violencia que jerarquiza y reordena los ecosistemas en función de sus vínculos estratégicos con la producción y el control del ejercicio de poder. La violencia siempre ha estado ahí, exacerbada, desplazada de las geografías metropolitanas a las periferias o las zonas grises de las mismas metrópolis. Los indicadores de estabilidad y desarrollo, aumento en la esperanza de vida, bonanza material, desarrollos tecnológicos cotidianos, son el envés de destrucciones generalizadas, producto de formas de violencia que garantizan la reproducción sistémica.

    En el contexto contemporáneo, esas formas se agrupan en siete grandes niveles.

    El primero, más generalizado y relativamente homogéneo, es el de la militarización, una transformación del mundo cotidiano, de sus cuerpos, sus tecnologías y sus sentidos bajo una lógica militar. Las sociedades se militarizan no sólo por la emergencia de múltiples y diversas formas de guerra (guerra contra el terrorismo, guerra contra las drogas o guerra contra un virus), sino también por los cambios en el entendimiento del mundo, en la manera en las que las personas interactúan y las formas en las que se perciben y diseñan los territorios. La militarización es otra expresión del principio de competencia propio de la cultura corporativa, bajo un esquema de “lucha táctica”, que acepta controles y supervisiones antes impensables: vigilancias, delaciones, autocontroles, premios y sanciones; todas acciones que se presentan como necesarias en una sociedad de competencia y regulación, pero que tiene como origen las acciones de formación de los cuerpos castrenses. De manera paralela, se modifican todos los ámbitos de la vida, incluido el lenguaje, que toma prestado de la comunicación militar las siglas y la simplificación para poder comunicar de manera más rápida. A ello hay que sumar el uso de tecnologías de guerra en ámbitos cotidianos. La militarización del mundo seculariza saberes de la guerra, los disemina hasta hacerlos accesibles y practicables por amplios segmentos de población: a menudo se refieren los juegos de video y las producciones cinematográficas como las formas típicas de esa difusión, que instala la figura del guerrero y la relación militar como arquetipos deseables de la vida social; sin descartar ese tipo de referencias, es preciso prestar mayor atención al uso de las nuevas tecnologías de “seguimiento”, que funcionan incluso en los electrodomésticos, por no hablar de las computadoras, así como los modernos panópticos que controlan las metrópolis. En el extremo, las masacres, que se sirven de modelos militares para llevarse a cabo, no son una excepción, sino la consecuencia lógica de sociedades militarizadas. Finalmente, es preciso destacar el papel de las corporaciones privadas como las principales protagonistas del proceso, de la mano de los estados, que diseñan y alimentan los escenarios bélicos y la militarización radical de la vida.

    Un segundo nivel es el que está detrás de la organización de los cuerpos y los territorios. Si por violencia entendemos un proceso en el que se combinan fuerzas para producir una diferencia, su medio de operación son los cuerpos, humanos y no-humanos, y todo cuerpo ocupa un territorio. Las formas de la violencia en este nivel sirven para despoblar y repoblar espacios, para organizar la concentración de personas y asegurar las actividades productivas de los conglomerados de personas reorganizados. Los territorios se “vacían” para articularlos con los proyectos económicos dominantes, para asegurar su vínculo estratégico con la producción de vanguardia y para controlarlos como objeto de especulación; por ejemplo, mediante el acaparamiento de tierras. Reorganizar la presencia de los cuerpos en entornos aglomerados no asegura comodidad, ni bienestar; por el contrario, sirve para garantizar la presencia de mano de obra y la explotación sin límites. Al tiempo que se rediseñan los territorios, se redefinen bajo la cartografía de la guerra y de su vínculo económico; incluso los ecosistemas son objeto de esta interpretación “táctica”, en la que no importan como sistemas complejos, si no como reservorios de materias y riquezas. Ambos procesos manifiestan la capacidad creativa del capitalismo, que a pesar de destruir sigue encontrando medios de recomposición. Tanto en las poblaciones reasentadas, como en los ecosistemas reorganizados se abre la puerta para el ejercicio de formas de violencia como principios de interacción. Las masas aglomeradas interactuarán por medio del uso diverso de la violencia; lo mismo que en los territorios se definirá su uso por medio de prácticas violentas.

    Un tercer nivel, es el que garantiza la separación del mundo. La violencia es selectiva para poder producir artificialmente diferencias, no trabaja de manera homogénea ni sobre todos los cuerpos y territorios. Su selectividad responde a la necesidad de partir el mundo. En principio para asegurar la escisión del valor, entre un momento productivo y otro reproductivo, y con ello una división entre los cuerpos femeninos y feminizados opuestos a los masculinos. A lo que se suma la división entre culturas superiores e inferiores y la tan recurrente división racial, que en el mundo contemporáneo se enmascara en sutilezas culturales o religiosas. No hay que olvidar la violencia que separa lo humano de lo no-humano, que en contextos de crisis ambiental es fundamental, lo que está en peligro es la mal llamada naturaleza, y no solo la mal llamada humanidad. La separación del mundo es un mecanismo de inclusión mediante la exclusión, una forma de hacer parte mediante procedimientos de selección, exclusión y reintegración. Un terreno donde esto se mira con claridad es la artificialidad democrática. En el contexto contemporáneo sirve para radicalizar la división amigo-enemigo, ampliando las formas de la enemistad y definiendo nuevos criterios de relaciones contenciosas ante las diferencias. Se diluye así toda posible interacción: bajo el argumento del respeto y la tolerancia, los procesos de identificación con las otredades desaparecen, a lo diverso se le respeta, no se le entiende, ni se interactúa con él bajo la lógica de la empatía. La separación del mundo es la condición de posibilidad de su unidad económica.

    El cuarto nivel de agrupamiento de las formas de violencia es la reorganización legal e ilegal del mundo, no como una falla del orden institucional, sino como la develación de las relaciones de poder que están detrás de todo marco legal. La ley administra los ilegalismos enseñó Michel Foucault, la ley define las condiciones para establecer quienes se benefician y quienes son objeto de sus sanciones. A pesar de la evidencia del fracaso de los órdenes legales para cumplir sus promesas de equilibrio de la vida social, emerge un fetichismo de la ley: una demanda generalizada que la idealiza los órdenes normativos y exige más ordenanzas para casi todos los niveles de la vida social, privilegiando aquellas que parten del principio de prohibición. Y cómo aprendimos con Walter Benjamin, toda ley es una expresión de violencia, producto de aquellas personas que pueden fundar y conservar derecho: de ahí los múltiples ejercicios de represión, que fundan y conservan órdenes legales a partir de intereses singulares que se presentan como universales. No son acciones desproporcionadas o contrarias al funcionamiento de la ley, son muestras de los ejercicios de poder que sirven para definir la soberanía, es decir, la capacidad de indecisión: controlar la excepción que es el núcleo de todo orden legal, establecer la ambigüedad de las situaciones, para resolverlas por una acción unilateral. Esto devela que la soberanía no se juega en el estado, nunca se ha jugado ahí, si no en la capacidad de decidir, que asegura la acumulación de riqueza y la concentración del ejercicio de poder. A ello se suma una maquinaria burocrática y los múltiples iconos de la ley, que también sintetizan formas de violencia en convivencia con las formas interiorizadas de la legitimidad de la ley y la autoridad que presupone representar. El correlato cotidiano del fetichismo de la ley es la burocratización de la vida en general, casi todos los actos, incluidos los más mínimos son objeto de procedimientos tecnocráticos: saberes que se presentan como especializados y necesarios para “asegurar” el funcionamiento social. Se aceptan acríticamente controles de datos personales y biométricos, como condición para hacer uso de los más diversos procesos, tanto públicos como privados; a lo que se suma la creciente automatización de las acciones burocráticas (bots o contestadoras automáticas).

    Un quinto nivel es la expansión de una cultura de la crueldad como resultado del ejercicio constante de múltiples formas de violencia. Si la violencia es un proceso vinculado con proyectos políticos (políticos en un sentido amplio, no reducido a los ámbitos institucionales) y relaciones de poder, en el contexto contemporáneo las relaciones entre fines y medios se hacen difusas, al punto que la violencia puede dejar de ser un medio para un fin, y se vuelve un fin puro, se persigue a sí misma. En ocasiones, esta relación pone en riesgo los proyectos a los que responde, llevando al límite las consecuencias destructivas de su operación, convirtiéndose en un lastre. No obstante, se sigue recurriendo a las formas expansivas y diferenciadas de violencia. Lo que no la vuelve un acto irracional o producto de mentes enfermas, sino una relación en la que los límites del ejercicio de fuerza desaparecen, no precisamente en términos individuales, sino sociales. Cuando la violencia se persigue a sí misma se presenta un escenario en el que nada es suficiente, en el que se puede destruir al punto de la autodestrucción; generando un escenario de realización en el goce de la crueldad. Un cuerpo que violenta tiene un límite (de fuerza, de tiempo, de energía), pero no así la relación social en la que está inscrito, que siempre empuja para garantizar más ejercicios de fuerza. La cultura de la crueldad expresa esa relación sin límites del capitalismo contemporáneo, en la que toda falta se llena con un exceso, pero el exceso produce una nueva falta, con lo que el ciclo no termina. La crueldad no conoce límite, porque no genera identificación entre la ejecución y la afección, incluso se vive con cierto goce la autodestrucción de las formas sociales.

    El sexto nivel, es la expansión de la violencia contra las cosas mediante el aumento del consumismo. Esa práctica cultural que está en el centro de la sociedad industrial se expresa de manera exacerbada en el contexto contemporáneo. Las formas de consumo y sus destrucciones asociadas (de bienes y vidas) no son exclusivas de las formas urbanas ni de las capas sociales con recursos. Desde los sectores populares hasta las élites, hay una dinámica de consumo voraz, aunque la cantidad y calidad varía según los estamentos, la lógica de pasar por los objetos sin descifrarlos, sin pensar en las formas de vida que sintetizan (humanas y no-humanas) y que hacen posible el mar de mercancías, es una dinámica transversal que participa de la articulación del sistema (sin consumo, la acumulación de capital no se realiza), al tiempo que genera múltiples dinámicas destructivas de lo humano y lo no-humano. Violentar el valor de uso, hasta reducirlo a una función utilitaria, es la violencia capitalista que resume el núcleo del proceso civilizatorio: la reducción de las complejidades culturales, la guerra contra la historicidad, la homologación de las formas concretas a principios abstractos, la degradación de los ecosistemas y las formas de vida no humanas; todos procesos que expresan la necesidad de vivir abstracciones mercantiles como realidades culturales.

    Finalmente, hay un nivel cognitivo y afectivo en el que las formas de la violencia operan. El entendimiento del mundo está organizado por violencias radicalmente destructivas. La relación perversa con el mundo de las mercancías garantiza una deterioro sin límites que sirve de modelo de interpretación de la realidad. El consumismo no es sólo un acto ante los objetos, es también una episteme, una forma de entender el mundo y sus existencias. A lo que se suman formas diversas de organizar las sensibilidades y los sentidos, que bajo la imagen del pasmo y el horror definen sus contenidos. Pasmo en su doble acepción, como parálisis y asombro, una constante estimulación que no deja de producir choques con la realidad al mismo tiempo que hace imposible todo movimiento, incluido el grito de auxilio. El horror se instala, así, como el principio de organización de la vida, una relación de exterioridad en la que las existencias y las cosas se vuelven horripilantes y amenazantes. Es aquí donde se interioriza el ejercicio de las formas de la violencia, donde se aceptan e integran de manera completa, al ser parte del entendimiento del mundo. Un muerto más, una mujer desaparecida, un ecosistema devastado, no son asuntos de alarma, son datos que ratifican el sentido catastrófico del mundo que hemos aceptado vivir porque nos permite explicar el orden de cosas, incluidas nuestras vidas singulares.

    Las formas de la violencia contemporánea no son procesos azarosos o extraordinarios, son la reconfiguración de las violencias fundantes del capitalismo, con el objetivo de asegurar que ante el escenario de colapso algunas personas y algunas geografías sigan viviendo el idilio del progreso.

    Agosto 2022