Dilemas de la transición ecosocial desde América Latina

Cita: 

Svampa, Maristella [2022], Dilemas de la transición ecosocial desde América Latina, Oxfam, septiembre, https://www.fundacioncarolina.es/wp-content/uploads/2022/09/DT_FC_OXFAM_...

Fuente: 
Otra
Fecha de publicación: 
Septiembre, 2022
Tema: 
Análisis de la “transición” energética corporativa y su comparación con el proyecto alternativo de la transición ecosocial
Idea principal: 

Maristella Svampa es una socióloga ecofeminista, escritora e investigadora argentina. Aborda los temas de la crisis socioecológica, movimientos sociales, acción colectiva, luchas ecoterritoriales, ecofeminismos, debates del pensamiento crítico y la teoría social latinoamericana. Algunos libros de su autoría son: Las fronteras del neoextractivismo en América Latina. Conflictos socioambientales, giro ecoterritorial y nuevas dependencias (2018), La transición energética en Argentina (2019) y El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo (2020).


Hacia una comprensión integral y estratégica de la transición socioecológica

Una transición, en general, puede entenderse como un proceso de “cambio de estado, de modo de ser o estar” (p. 3). Una transición ecosocial, en particular, alude a un proceso de cambio holístico del régimen socioecológico actual (capitalista, extractivista e imperial), hacia una alternativa civilizatoria guiada por prácticas productivas cuyos ejes sean la reciprocidad, la complementariedad y los cuidados colectivos, creando un nuevo pacto con la naturaleza que asegure la sostenibilidad de una vida digna en todo el planeta.

El concepto de Antropoceno, entendido como una era geológica determinada por los cambios ecosisistémicos de origen “antropogénico” o de la “humanidad”, tales como: el calentamiento global, la extinción masiva de especies, los cambios en los ciclos biogeoquímicos, el avance de la urbanización, el consumismo y un régimen alimentario tóxico, señala la cercanía de los puntos de no retorno que conducen al colapso ecológico.

El colapso se puede definir como “un proceso gradual, variable y distinto de derrumbe y de cambios negativos a gran escala. Su tránsito involucra empero diferentes niveles (ecológico, económico, social, político), así como distintos grados (no tiene por qué ser total) y diferencias geopolíticas, regionales, sociales y étnicas (no todos sufren el colapso de la misma manera)” (p. 4).

Por otro lado, se enfatiza la opción de considerar al colapso como una oportunidad de tránsito: uno consciente, programado, democrático, resiliente y justo. Esto, no sin antes rastrear las claves históricas y geopolíticas del metabolismo social capitalista:

1) Un perfil metabólico insostenible (Dato crucial 1).
2) A causa de su geopolítica colonial, ha configurado una deuda ecológica del “Norte Global” con el “Sur Global” (Dato crucial 2).
3) La profundidad de la deuda ecológica abarca hasta la dimensión climática (Dato crucial 3). Esto se vincula con la amplificación de las desigualdades históricas en el “Sur”, por los actuales procesos de “transición” energética liderados por el “Norte”.

La autora señala el despliegue de los modelos de “maldesarrollo” en los territorios del “Sur Global”: falsas soluciones que exacerban el despojo de sus poblaciones, el reforzamiento de la división internacional del trabajo (neodependiente) y el sostenimiento de modelos de consumo insustentables.

La transición energética en América Latina

La mayor parte, 65%, de la matriz energética del continente latinoamericano se compone de hidrocarburos: petróleo y gas natural. Aunque su dependencia a los combustibles fósiles es menor al promedio mundial, la herencia capitalista neoliberal en la región plantea importantes retos para la descarbonización de su sistema energético (Dato crucial 4).

Por lo anterior, se estima que la transición energética necesitaría servirse de ejes como: el bien común, la sustentabilidad y la gestión descentralizada de la energía. Lo anterior, tomando en cuenta la desigual distribución de los recursos energéticos, apostando por la desmercantilización y el fortalecimiento de las capacidades de resiliencia de la sociedad.

No obstante, a falta de una transición energética integral, en los territorios del “Sur global” la transición energética de carácter corporativo y tecnocrático avanza (Dato crucial 5), misma que es promovida por los medios de comunicación masiva, cuya principal fuente de información son los propios gobiernos nacionales y representantes de las empresas involucradas en la cadena productiva del suministro de energía.

El litio: el avance de la transición energética corporativa

El litio es un mineral fundamental para el cambio de sustento energético fósil, porque es un componente importante de las baterías de computadoras, celulares, bocinas y automóviles eléctricos (baterías de Ion-Li). También se emplea para la obtención de lubricantes, vidrios y aluminio, así como para la industria farmacéutica y la conducción de calor o electricidad.

Se trata de un metal que se encuentra en salmueras naturales o en yacimientos minerales y que generalmente es sustraído en su forma de carbonato de litio, que es el insumo primario en la cadena de valor del litio. Pese a que no es un mineral raro o escaso, su extracción “más rentable” se localiza en los salares andinos.

Lo anterior toma especial relevancia desde la dimensión geopolítica del mercado del litio, puesto que ilustra la reconfiguración del poder mundial en la región atacameña (Dato crucial 6). Se le llama el “Triángulo de Litio” a los salares de Chile, Bolivia y Argentina, donde se localiza más de la mitad de las reservas probadas de litio en el mundo.

Algunos de los principales desafíos socioecológicos de la expansión de la frontera minera en el área son: el empleo de una minería de agua aplicada en un ecosistema árido (Dato crucial 7) y la falta de consultas populares -previas, informadas y libres de coacción- a las comunidades aledañas que, en su mayoría, son poblaciones indígenas (Dato crucial 8). Más aún, se han documentado casos en los que, a falta de la injerencia del estado, las empresas mineras han firmado acuerdos directos con las poblaciones locales, afectando las relaciones al interior de las comunidades mismas (Dato crucial 9).

Por otra parte, se subraya el hecho de que las estrategias de los países que abarca el Triángulo de Litio no están coordinadas, ni apuntan a la conformación de una organización subregional con respecto al manejo del valioso recurso:

1) Chile optó por desplegar un marco regulario altamente mercantilizado -incluyendo la privatización del agua, en el país latinoamericano con la más grave crisis hídrica del continente-, con el fin de posicionarse como exportador mundial del litio, pero con el modelo de primarización: vende grandes cantidades de carbonato de litio.

2) Bolivia intentó crear asociaciones del sector minero entre el gobierno y empresas transnacionales para extraer la materia prima y desarrollar conocimientos para producir baterías en el futuro. Aunque en 2018 se creó una paraestatal minera e industrial, Yacimientos Litíferos Bolivianos (YLB), con el derrocamiento de Evo Morales en 2019 el proyecto se detuvo. Después, con el gobierno de Luis Arce, se ha reafirmado la política de industrialización, no obstante, mediante el llamado a empresas extranjeras para que exploren otras formas de extraer litio en el territorio boliviano.

3) Argentina no ha catalogado al litio como recurso estratégico, por lo que no cuenta con políticas públicas específicas. Su extracción está, por tanto, ceñida al marco regulatorio neoliberal de la megaminería. Además, cada provincia argentina elige sus formas de manejo del recurso en su demarcación, aunque sin realizar consultas populares para la aprobación de los crecientes proyectos mineros. La movilización social ha conseguido la creación de siete leyes provinciales que prohíben la minería a cielo abierto con uso de sustancias tóxicas y una ley nacional para la protección de glaciares. Sin embargo, también destaca el hecho de que durante el gobierno de Mauricio Macri, Argentina se aseguró de ofrecer las condiciones más ventajosas a la corporaciones para la extracción del litio, con respecto a Chile y Bolivia.

A pesar de que los tres países del Triángulo de Litio, y más recientemente en conjunto con México -quien ocupa el décimo lugar de los 23 países con mayores reservas minerales-, han expresado discursos integracionistas de la región latinoamericana, no han concretado ningún plan de acoplamiento de la gestión del litio.

Encima de ello, mientras el continente ha tendido a competir entre sí para insertarse mejor en el sistema económico internacional, también ha facilitado la creación de proyectos de integración infraestructural con meros objetivos de mercado. Un ejemplo de ello es la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA), nombrada después COSIPLAN, creada en 2000 y que desde entonces ha afectado a cientos de comunidades locales (Dato crucial 10).

Adicionalmente, es necesario considerar el papel de China en América Latina, a la cual ha ingresado desde 2007. Si bien al principio existían expectativas positivas al respecto -porque se consideraba que ayudaría a reforzar la autonomía latinoamericana con respecto a la hegemonía estadounidense-, la creciente presencia de las inversiones chinas han disminuido las oportunidades para afianzar un bloque regional autónomo, sobre todo en términos comerciales (Dato crucial 11). Sumado a ello, se considera que la relación de intercambio entre China y los países de América Latina ha establecido asimetrías neodependientes con el gigante asiático, además de profundizar las dinámicas neoextractivas en el continente (Dato crucial 12).

De acuerdo con este análisis, la transición energética corporativa se sirve de la “acumulación por desfosilización”: un modelo depredatorio basado en el despojo y la expropiación, que reproduce la dominación de la naturaleza y de las poblaciones del “Sur Global”, conformando una nueva forma de colonialismo energético por parte de los países del “Norte Global”. Se trata de una transición que, por sólo apelar al cambio de matriz energética y sin modificación sistémica alguna, resulta inviable (Dato crucial 13).

En conclusión, por “un lado, estamos ante una transición energética de corto alcance, [que] acelera la fractura metabólica al disparar un incremento notable de la explotación de los recursos naturales, con el objetivo de preservar el estilo de vida y el consumo actual. Por otro lado, se trata de una expansión energética que, en lugar de reducir la brecha entre países pobres y países ricos, aumenta la deuda ecológica, ampliando las zonas de sacrificio y, en consecuencia, la deuda ecológica y colonial” (p. 15).

Transiciones a escala nacional

La pandemia por la COVID-19 acentuó las brechas de la desigualdad a nivel mundial (Dato crucial 14), lo que reavivó en la mayoría de los países un imaginario desarrollista (sostenido en el extractivismo) para la reactivación económica luego del confinamiento y, más recientemente, a causa de la crisis energética acelerada por la Guerra en Ucrania.

En ese sentido, la agenda de la transición energética se volvió más urgente y desafiante. Así, dos casos destacan en América Latina: Argentina y Uruguay; cuyas matrices energéticas se conforman en 87% de combustible fósiles, para el primer caso, y en 64% de energía “renovable” (en 2017), para el segundo.

A. Argentina

En 1970, el consumo energético del estado argentino se basó 71% del petróleo, 18% del gas natural y 3% del carbón. A partir de los años 80, con el descubrimiento de los yacimientos gasíferos de Loma de la Lata y en 2010 de los yacimientos no convencionales en Vaca Muerta, el país ha realizado una transición intrafósil: pasó a depender 53% del gas y 34% del petróleo, proceso en el cual el fracking y sus consecuencias nefastas, juegan un papel destacado.

Desde entonces, han incrementado, por un lado, las inversiones extranjeras y nacionales capital-intensivas y, por otro, la construcción de infraestructura de alto costo para sostener la producción de hidrocarburos. En ese sentido, destaca la postura de sectores gubernamentales y corporativos petroleros que incentivan la extracción fósil para la “transición” energética: consideran que el gas natural es un “combustible puente” (Dato crucial 15).

Otro aspecto a destacar es que Argentina fue de los últimos países en poner en marcha los programas de energías “renovables”, entre 2015-2019. Además, se concedieron ventajas a las grandes empresas extranjeras y nacionales, así como se promovió la desregulación financiera y se hicieron modificaciones normativas en beneficio del sector privado.

Pese a que las energías “renovables” han tenido mayor presencia (eólica, solar, hidráulica, y bioenergía) en el mercado eléctrico del abasto doméstico, que pasó de 1.9% en 2018 a 12% en 2020, y a 13% en 2021, los avances en la “transición” energética argentina son lentos. La transición se trata, en consecuencia, de un gran reto para un firmante del Acuerdo de París (2015) y en cuyos territorios las luchas ecoterritoriales y el ambientalismo popular emergen cada vez con mayor fuerza.

B. Uruguay

Desde 2000, Uruguay impulsó un programa de “transición” energética, puesto que uno de sus más relevantes exportadores de combustibles fósiles, Argentina, comenzó a padecer escasez de abasto a escala nacional y debido a que no existen yacimientos de hidrocarburos en Chile. Así, “el tema se instaló en la agenda pública y política como un ‘problema público’ y no como una ‘ventaja comparativa’ (p. 18).

Por lo anterior, el estado uruguayo es uno de los países más adelantados en la descarbonización en América latina y se contaba entre los diez países más desarrollados del mundo en cuanto a la generación de energía eólica y solar. No obstante, su avance se fundamenta en procesos de privatización comenzados desde 1977 por la dictadura cívico-militar. Sucesivos gobiernos han abierto el mercado de la generación eléctrica a la participación de capitales privados. Por ejemplo, el caso de generadores privados eólicos: en 2012 abastecían 5% de la energía eléctrica y para 2016 alcanzaron 28%, tomando en cuenta que la energía eólica aporta 72% del total generado por energías “renovables” en el país.

También destaca el hecho de que la desigualdad energética no fue considerada en la planificación de la “transición” (Dato crucial 16). Otro elemento menospreciado por las políticas públicas “verdes” es que Uruguay duplicó su consumo energético en poco más de 10 años, debido a la incorporación del gasto hecho por el despliegue de las tecnologías de energías “renovables”, en mayor medida, del sector transporte e industrial. A ello debe sumarse el regreso de la agenda fósil al país en junio de 2022, con la aprobación a la paraestatal Ancap para asignarle uso a 3 bloques de exploración petrolera y gasífera offshore, además de la construcción de un cuarto pozo.

C. El progresismo ambiental

El Pacto Histórico del presidente colombiano, Gustavo Petro, contempla la disminución gradual y justa de la dependencia hacia los hidrocarburos, con el propósito de incentivar la diversificación y desconcentración económica en Colombia. De manera que la transición pretende amparar a los sectores económicos y laborales que sustentan la extracción fósil, la cual representa 35% de las exportaciones del país.

En ese sentido, se apunta que el papel de otros funcionarios públicos del continente podría habilitar una renovación política desde la izquierda: un progresismo de segunda generación. Otro caso relevante es el presidente de Chile, Gabriel Boric, que en su campaña electoral anunció una transición socioecológica basada en la justicia y la responsabilidad social. Por ejemplo, Boric prometió cerrar la fundidora Ventanas (parte de la paraestatal colombiana Codelco), a causa de los frecuentes daños ambientales y a la salud humana que ha provocado en la zona aledaña.

La necesidad de una transición productiva

La agricultura industrial es “un modelo alimentario de gran escala, enfocado en la alta productividad y en la maximización del beneficio económico, construidos por las grandes firmas agroalimentarias del planeta” (p. 22). Tiene un carácter metabólico extractivista, por lo que algunos de sus impactos socioambientales son: la severa degradación del suelo y la reducción de la biodiversidad por la expansión de los monocultivos, la colosal huella hídrica, la contaminación y los daños a la salud por el empleo de agroquímicos tóxicos (pesticidas y fertilizantes), el aumento de la deforestación, el despojo y el acaparamiento de tierras.

En contraste con la agricultura campesina y familiar, el agronegocio es una de las actividades que más arriesgan la sustentabilidad de la vida en el planeta entero (Dato crucial 17). En ese sentido, se recalca la propuesta paradigmática de la agroecología, desarrollada en su mayoría desde países latinoamericanos.

La agroecología es tanto una ciencia alternativa, como un movimiento social, cultural y político. Sus principios son: las prácticas de cultivo centradas en el cuidado del suelo; la prevención y control natural de plagas y enfermedades; el mantenimiento del suelo vivo y su diversidad; el reciclaje de nutrientes; el fortalecimiento de las actividades productivas locales; la selección, preservación, cuidado y producción de materiales genéticos locales de semillas, vegetación y fauna; el uso sustentable del ambiente y su biodiversidad; el diálogo de saberes; la ciencia de la complejidad y la interdisciplina; la promoción de la autosuficiencia tecnológica; y la apuesta por una producción a pequeña escala.

Asimismo, la agricultura ecológica está ligada al concepto de la soberanía alimentaria (Dato crucial 18). Debido su eje biocéntrico o relacional, teje redes con otras apuestas paradigmáticas como los feminismos campesinos y ecoterritoriales; estos últimos enfatizan la importancia de reconocer el trabajo ancestral de las mujeres en la producción alimentaria -determinada por la división sexual del trabajo-, impulsar las prácticas colectivas de cuidados y asegurar la sostenibilidad de la vida.

En paralelo, brotaron otras opciones para encarar las crisis potenciadas por la pandemia de la COVID-19. Las más destacables son las recomendaciones fiscales de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, el cual apuesta por una transición que articule justicia social con justicia ambiental, repiense el modelo agroindustrial imperante y reinvente el desigual modelo urbano.

Riesgos y oportunidades

“La transición energética y la transición productiva constituyen un desafío civilizatorio para el conjunto de las sociedades, mucho más en países capitalistas dependientes y periféricos, con grandes restricciones económicas y tecnológicas, cuya inserción internacional se realiza a través de la exportación de materias primas” (p. 25).

En ese contexto, algunos de los principales riesgos que la región latinoamericana tiene enfrente son:

1) El consenso de las potencias mundiales y de las propias clases políticas y económicas domésticas sobre que América Latina es un mero “reservorio de recursos naturales”. Hecho que justifica el avance de la agenda de una descarbonización basada en el creciente extractivismo de toda la región.

2) El aumento de los conflictos y de la violación de derechos humanos contra poblaciones indígenas y no indígenas defensoras de la tierra o del ambiente (Dato crucial 19).

3) El ascenso de los procesos de concentración y acaparamiento de tierras, detonados por el desarrollo del agronegocio y de los proyectos de captura de carbono; sumado al recrudecimiento de las afectaciones que ello trae a las comunidades indígenas y el cercamiento de sus espacios comunes.

4) El acuerdo de los países del “Norte Global” al respecto de que el gas natural, la energía nuclear y las megarrepresas son “combustibles puente” o energías “limpias”. Un programa que ha favorecido la expansión de la extracción fósil, retrasando la transición energética en el mundo en general y en los países del “Sur Global” en particular.

5) No considerar a la emergencia climática en términos de una emergencia social, disociándola de los modelos de desarrollo impuestos. Esto significa ignorar la soberanía energética de los países del “Sur”, en medio de una crisis energética mundial; obstaculizar el consenso y la participación democrática en las decisiones respecto a la transición; y negar o demeritar los impactos locales provocados por la descarbonización del “Norte”.

Mientras que, algunas de las mayores oportunidades que se avistan para la región son:

1) La acentuación del proceso de desglobalización comenzado con la pandemia de COVID-19. Es decir, la posibilidad de constituir nuevos bloques regionales, centrados en el autoabastecimiento alimentario y energético, al tiempo que se atenúa la dependencia del continente hacia los circuitos globales.

2) El retorno de un estado fuerte, en especial, dado el contexto de emergencia social, económica y ambiental. Esto facilita planificar una institucionalidad estatal alternativa: un estado ecosocial, fundamentado en reformas sobre la renta básica, la administración tributaria, la distribución social del trabajo y el fortalecimiento del sistema nacional de cuidados, etc.; en contraste con el estado “de bienestar” y su ideología del crecimiento económico como única meta (Dato crucial 20).

3) El horizonte que construyen las luchas ecoterritoriales, tanto en su dimensión narrativa relacional (por ejemplo: el buen vivir, los derechos de la naturaleza, la justicia climática) como en sus experiencias locales (la agroecología, la gestión comunitaria de la energía y las prácticas de restauración colectiva, por mencionar algunas), para formar nuevos consensos dirigidos hacia la transición ecosocial.

Se concluye que “es absolutamente imprescindible la lucha de las organizaciones sociales y comunitarias, aunque no solo a nivel local”. También es “necesario repensar desde el Sur global las posibilidades de nuevas alianzas y plataformas regionales de integración, en función de los enormes desafíos climáticos, socioecológicos y geopolíticos que hoy atravesamos” (p. 29).

Datos cruciales: 

1. El metabolismo social del capitalismo usa menos trabajo intensivo y, en sustitución, más empleo intensivo de energías, procesos que además se han acelerado y han profundizado un perfil metabólico imposible de mantener. Por ejemplo, con el consumismo de los países ricos a través del extractivismo en los países pobres.

2. La deuda ecológica de los países del “Norte global” con respecto a los del “Sur global” hace referencia a que los países centrales se han asegurado de continuar siendo importadores de naturaleza de los países periféricos y exportadores de costos socioambientales (emisiones de gases de efecto invernadero, presión sobre los territorios ricos en bienes naturales, procesos de despojo recrudecidos y la criminalización de los movientos de resistencia, etc.) hacia otros territorios, convertidos así en zonas de sacrificio.

3. De 1751-2010, 90 empresas fueron responsables del 63% de las emisiones acumuladas de CO2. En 1900, Reino Unido y Estados Unidos concentraron 60% de las emisiones acumuladas de CO2, en 1950 55% de las emisiones y en 1980 50%. De 2012 en adelante, cuatro emisores han participado con 55% de las emisiones totales: Estados Unidos, Unión Europea, China e India; mientras que América Latina y el Caribe reúne 8.3% de las emisiones totales. Aunque 70% de las emisiones mundiales proviene del sector energético, las emisiones del sector energético latinoamericano representa 45% de las emisiones de la región, a la par que la agricultura y la ganadería 23% y el cambio de uso de suelo (por la deforestación y el avance del agronegocio) 19%.

4. Desde 1990, la imposición del neoliberalismo -encima, auspiciado con presupuesto público- en América Latina ha facilitado que el sistema energético de la región se caracterice por la concentración de la propiedad y del manejo de los recursos energéticos, en muchos casos apropiados por el sector privado; daños a la población por toda la cadena productiva (exploración, extracción, transformación y uso) del abasto de energía, además mercantilizada en todas sus etapas; graves impactos ambientales a la biodiversidad rural y urbana, sobre todo por el desarrollo de megaproyectos de infraestructura energética; el descenso de la eficiencia en la producción de energía, en otras palabras, la necesidad de emplear más energía para suministrar energía; y la poca o nula participación ciudadana en el diseño de políticas energéticas. Este conjunto de procesos se agrava con la amplia disponibilidad de yacimientos de extracción de materiales de todo tipo y la persistencia del imaginario desarrollista que la impulsa.

5. La narrativa tecnocrática forma parte de los mecanismos de readaptación capitalista. Se fundamenta en la innovación y la eficiencia de las tecnologías, por ser “la forma más rápida” de actuar ante la crisis climática. Sin embargo, esta visión considera a la transición energética como mera oportunidad de negocio, con el fin de darle continuidad a la acumulación de la riqueza y de servir al reposicionamiento geopolítico hegemónico. Por esta razón, a quienes defienden esta perspectiva (gobiernos, corporaciones, instituciones y asociaciones civiles) les resulta imprescindible el control de la propiedad y del acceso a fuentes energéticas, materias primas y tecnologías que permitan llevar a cabo la transición de esta manera.

6. El proyecto de la descarbonización de la economía -el abandono progresivo de los combustibles fósiles en tanto matriz energética- ha derivado en que pocos países concentren la cadena global de valor del litio: desde la extracción de carbonato de litio (el acceso controlado a los recursos) hasta la elaboración de baterías (con el desarrollo de conocimientos y técnicas especializadas). La extracción es liderada por las empresas estadunidenses Albemarle y Livent Corp, la chilena SQM, la australiana Orocobre y la china Ganfeng; las principales fabricantes de automóviles y baterías eléctricos son las corporaciones: BYD, de China, y Tesla, de Estados Unidos.

7. De acuerdo con Ingrid Garcés -investigadora de la Universidad de Antofagasta-, se necesitan 2 millones de litros de agua dulce para producir 1 tonelada de litio. Por lo que, sólo en el caso de una zona de Chile, a diario se extraen más de 226 millones de litros de agua y salmuera del salar de Atacama. Además, dicho uso colosal del agua se realiza en un ecosistema de desierto, por lo que se arriesga al conjunto de su biodiversidad endémica, al tiempo que se exige un consumo hídrico insostenible.

8. Desde el 2010, en Argentina, el rechazo de la minería del litio en el salar de Salinas Grandes ha detonado la movilización de 33 comunidades en defensa de su tierra y territorio. En 2015, los pueblos colaboraron con organizaciones no gubernamentales y fundaciones protectoras del medio ambiente y de los derechos humanos para elaborar el Protocolo Kachi Yupi (“Huellas de la Sal”, en quechua), el primer instrumento de consulta indígena en el país. Sin embargo, en 2019 se potenció el avance de la frontera extractiva mediante la aprobación de nuevos proyectos mineros, por lo que el desconocimiento del Protocolo provocó nuevas movilizaciones y la introducción de un amparo colectivo contra las provincias donde se realizaron las licitaciones mineras. Cabe destacar que la perspectiva ancestral repite el lema “El agua y la vida valen más que el litio” porque existe una conceptualización de Salinas Grandes como una cuenca, un ecosistema integral que se debe preservar en todas sus partes.

9. En Chile, en el Salar de Atacama, la empresa Albemarle firmó un acuerdo millonario con las poblaciones indígenas afectadas por la minería del litio en su territorio, al establecer el compromiso de la empresa para “compartir los beneficios” de la compañía: 3.5% de las ventas, cantidad invertida por las comunidades. Esto, con la condición de que los pueblos renunciaran a su derecho sobre el territorio y se conviertieran en “corresponsables” de los impactos por la actividad minera. Estos eventos han afectado las relaciones sostenidas al interior del Consejo de Pueblos Atacameños (CPA), así como con otras poblaciones indígenas y no indígenas de la comuna.

10. Según un informe del Laboratorio de Estudios de Movimientos Sociales y Territorialidades de la brasileña Universidad Federal Fluminense, la IIRSA o Cosiplan ha perjudicado el modo de vida 664 comunidades indígenas, 146 comunidades de afrodescendientes y 139 comunidades de poblaciones tradicionales, así como ha traído graves daños a la biodiversidad de la región. Algunos ejemplos de movilizaciones: la lucha indígena para proteger al parque natural del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), de proyectos de construcción carretera, en Bolivia; y el rechazo público que provocó el excedente de costos cobrados por la empresa constructora e ingeniera Odebrecht -ahora llamada Novonor-, en Ecuador.

11. Países latinoamericanos optaron por negociar unilateralmente con China, firmando Tratados de Libre Comercio de manera individual. Con el paso de las décadas, se fue “agudizando la competencia entre los países como exportadores de commodities, y reduciendo las posibilidades de un vínculo más igualitario con el gigante asiático, desde un bloque regional común”. (p. 13).

12. La localización de las empresas chinas y los flujos de inversión extranjera directa (IED) de China en América Latina fortalecieron la reprimarización de las economías del continente. Lo anterior, debido a que se enfocaron en las commodities, hecho que aceleró los proyectos extractivos (mineros, fósiles, de megarrepresas y nucleares) en la región, al tiempo que fue descartada la producción de bienes con mayor valor agregado. Incluso, las inversiones orientadas al sector terciario se centraron en aquellos necesarios para llevar a cabo las actividades extractivas (por ejemplo: obras de infraestructura, dirigidas y realizadas por empresas chinas). Se omite el desarrollo de las capacidades locales y la ejecución de actividades intensivas en conocimiento que podrían beneficiar a la región en su conjunto.

13. El tránsito hacia una sociedad posfósil no será necesariamente sostenible. Siguiendo la hoja de ruta de la transición energética corporativa, o aún la de propuestas climáticas internacionales (como el Pacto Verde Europeo), las estrategias “verdes” necesitan potenciar la explotación de los recursos naturales. Según datos del informe Minerals for Climate Action: the Mineral Intensity of the clean Energy Transition (2020), la extracción de minerales necesarios para el desarrollo de las tecnologías de energía “limpia” (sobre todo, de grafito, litio y cobalto) podría aumentar 500% para 2050. El almacenamiento de energía y el empleo de energía eólica, solar y geotérmica requeriría de más de 3 000 millones de toneladas de minerales y metales, con base en la meta de limitar el creciente aumento de la temperatura media global a menos de 2° Celsius.

14. El informe ¿Quién paga la cuenta? Gravar la riqueza para enfrentar la crisis de la COVID-19 en América Latina y el Caribe (2020), de Oxfam, estima un atraso económico de 15 años para la región entera. Esto, porque durante la pandemia, las élites económicas millonarias ampliaron su patrimonio en 48 200 millones de dólares, lo que representa un aumento de 17%, respecto al tiempo pre-pandémico; a la par que la recesión podría provocar que 52 millones de personas caigan en la pobreza y otros 40 millones pierdan sus empleos.

15. Se alega que el gas natural es un “combustible de transición” porque el gas obtenido mediante fracking emite una menor cantidad de gases de efecto invernadero (GEI) por unidad de energía consumida, a comparación del petróleo y el carbón. Sin embargo, la fractura hidráulica es un método no convencional o extremo, que trae mayores costos económicos, ambientales y sanitarios que el gas convencional y las demás fuentes energéticas. Para el caso específico del gas lutita (shale gas) y del gas de arenas compactas (tight gas), se emiten mayores cantidades de GEI que el gas convencional porque se necesitan más pozos por metro cúbico de gas producido; sus operaciones utilizan energía producida por motores diésel, lo que aumenta sus emisiones por unidad de energía útil producida; el método fracking requiere mayor consumo de energía y mayor volumen de quema de gas durante la fase de terminación del pozo.

16. La desigualdad energética plantea una problemática estructural del suministro energético: “la enorme brecha que hay entre el costo de la electricidad residencial y el de los grandes consumidores [como las empresas], que pagan básicamente la mitad” (p. 20). De manera que desde la sociedad civil se ha propuesto definir la energía como bien común o derecho humano (cuyo acceso debe ser garantizado). Así, en Argentina la Cooperativa Comuna y el sindicato Agrupación de Funcionarios de las Usinas y Transmisiones Eléctricas del Estado (AUTE) han planteado dos cosas: la reducción del IVA a los costos fijos asociados a la tarifa por la energía eléctrica, extentando a todo consumo menor a 200 kWh, y cambiar el financiamiento del costo fiscal, mediante el incremento de 5% a la tarifa de medianos consumidores y de 10% a la de grandes consumidores.

17. La agricultura campesina y familiar produce 70% de los alimentos del mundo, abarcando un espacio de 25% de la tierra; representa 10% del uso de la energía fósil y menos de 20% del agua que se emplean en la totalidad de la producción agrícola. Por su parte, el agronegocio ocupa 75% de la tierra para producir 25% de los alimentos mundiales; consume 90% de la energía fósil de la totalidad de la producción agrícola; tiene su mercado de semillas acaparado en 55% por las empresas Monsanto, DuPont y Syngenta, las cuales suman ganancias de 41 000 millones de dólares anuales; y utilizan agroquímicos cuyo monopolio de la producción detentan en 51% las corporaciones Syngenta, Basf y Bayer, quienes se embolsan 63 000 millones de dólares al año.

18. La soberanía alimentaria es un concepto desarrollado por la organización Vía Campesina, incluido en la discusión de la Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996. Su propuesta consiste en priorizar la producción agrícola orientada a alimentar a la población; el derecho a la tierra para cultivar (lo que requiere reformas agrarias); el derecho a decidir sobre la propia producción y el propio consumo; y el derecho a la protección frente a las importaciones y el dumping.

19. América Latina es el continente más peligroso para activistas ambientales. Entre 2016-2017, 60% de los asesinatos ocurrieron en la región. En 2020, Global Witness documentó la cifra más alta de asesinatos de defensores de la tierra y del ambiente: 227 personas. Se destaca que el agronegocio y la minería son las actividades más letales para activistas ambientales.

20. Durante el comienzo de la pandemia por la COVID-19, en todo el mundo se promovió el fortalecimiento del papel del estado para la gestión de las crisis, implementando políticas públicas económicas y sanitarias. En América Latina, 18 países adoptaron hasta 26 programas temporales de transferencias monetarias: se ofrecieron apoyos a trabajadores independientes, en Honduras; se activó un programa de transferencias, Ingreso Solidario, en Colombia; se incrementó el presupuesto y se expandió la cobertura del Ingreso Familiar de Emergencia, en Chile; se crearon disposiciones para la protección del empleo, en Nicaragua; se implementó el Ingreso Familiar de Emergencia para la población desempleada y se estableció un impuesto extraordinario a la riqueza (2021), en Argentina.

Cápitulos relevantes para el proyecto: 

Pitron, Gillaume [2021], El impacto de los metales raros: Profundizando en la transición energética, Unión Europea, Green European Journal, https://www.greeneuropeanjournal.eu/el-impacto-de-los-metales-raros-prof..., 05 de febrero

Svampa, Maristella y Enrique Viale [2020], El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo, Argentina, Siglo XXI Editores, 296 pp.

World Bank [2020], Minerals for Climate Action: The Mineral Intensity of the clean Energy Transition, Estados Unidos, The World Bank Group, 112 pp, https://pubdocs.worldbank.org/en/961711588875536384/Minerals-for-Climate...

Nexo con el tema que estudiamos: 

Frente a los retos que imponen los límites del metabolismo social planetario, se desbordan los excesos reales e imaginarios del capital y su carácter colapsista. Por ello, la tensión entre la dominación y la resistencia se exacerba.

Mientras los sujetos hegemónicos y sus élites político-corporativas-militares intentan paliar sus propias crisis, escondiendo sus intereses para que el mundo siga su camino -sin alarido permitido- hacia la autodestrucción absoluta; por su lado, los movimientos antisistémicos deben afrontar las condiciones del recrudecimiento de la violencia, el despojo, la recesión, la contaminación nociva y la tierra infértil que el sistema de vida imperante les ha dejado.

La disputa contra o para la sostenibilidad de la vida será la última lucha de la historia.