Archipiélagos imperiales. China, el colonialismo occidental y el Derecho del Mar

Cita: 

Nolan, Peter [2013], “Archipiélagos imperiales. China, el colonialismo occidental y el Derecho del Mar”, New Left Review, Quito, Instituto de Altos Estudios Nacionales – Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación – Traficantes de Sueños, 80:81-100, mayo-junio

Fuente: 
Artículo científico
Fecha de publicación: 
Junio, 2013
Tema: 
La condena de los medios occidentales frente a las pretensiones de China de disputar el dominio de islas en el mar de China y el sospechoso silencio frente a las amplísimas zonas económicas exclusivas de occidente
Idea principal: 

Peter Nolan ocupa la cátedra Chong Hua sobre desarrollo en China y es director del Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad de Cambridge. Es miembro del Comité Asesor del Cambridge Journal of Eurasian Studies. Es autor del libro ¿Está China comprando el mundo? (2012) (la reseña de este libro puede consultarse aquí: http://let.iiec.unam.mx/node/1192).


En septiembre de 2012, la disputa entre China y Japón por un conjunto de diminutas islas deshabitadas que se ubican en el mar de China Meridional –las islas Diaoyu para los chinos, las Sankaku para los japoneses– llamó fuertemente la atención de los medios de comunicación occidentales. Los analistas de los medios se han referido a las reclamaciones territoriales por parte de China como una típica “conducta de acoso” en la región e incluso han considerado que esta disputa podría dar pie “desencadenar una nueva Guerra del Peloponeso en el Pacífico”. Estas islas están en disputa por su importancia histórica y estratégica, y si las reclamaciones de China tuvieran éxito dispondría de abundantes e importantes recursos naturales.

La disputa por las islas del mar de China Meridional debe considerarse en relación a los recursos marítimos de que disponen Estados Unidos y las otrora potencias coloniales europeas por medio de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (en adelante, CDM). Esta Convención, signada en 1982 después de casi una década de negociaciones, estableció un marco normativo común para regular los usos posibles de los océanos. En 2011, 161 estados y la Unión Europea eran participantes de la Convención. Dos causas contribuyeron al creciente interés en los derechos de propiedad sobre los océanos, que derivó en la firma de la CDM: en primer lugar, la preocupación por el agotamiento de las reservas de recursos no renovables (algunos de los cuales están en el mar); en segundo lugar, que el desarrollo de nuevas tecnologías hacía posible que se extrajeran combustibles fósiles en aguas profundas y más lejanas de las costas.

Antes de la firma de la CDM, los estados tenían soberanía sobre las aguas que estaban a una distancia de 22 kilómetros (12 millas náuticas) de la costa. La CDM trajo consigo enormes cambios en el derecho del mar. Probablemente el más importante fue el establecimiento de una zona de recursos conocida como “zona económica exclusiva” (ZEE) que se extiende 200 millas náuticas desde la costa. Bajo algunas circunstancias, las ZEE pueden extenderse más allá de ese límite. Los estados tienen derechos soberanos de exploración y explotación de las aguas, el lecho marino y el subsuelo que se ubican dentro de la ZEE. De acuerdo con la CDM, tienen también derecho a explotar la zona para la producción de energía a partir de las corrientes marinas y de los vientos, entre otros usos.

El centro de la disputa en el mar de China Meridional es el alcance de la ZEE reclamada por China respecto de la de otros países con los que se encuentra en conflicto (entre ellos, Malasia, Indonesia, Filipinas y Vietnam, todos ellos parte de la Convención). Los medios occidentales han discutido mucho la compleja disputa entre China y sus vecinos en torno a los derechos sobre el mar y sus recursos y han condenado las pretensiones expansionistas de China detrás de esta contienda. Sin embargo, casi nada se dice sobre “el colosal recurso que se han apropiado anteriores poderes coloniales, y que ha sido facilitado por la CDM” (p. 83).

Una parte crucial de la CDM es que establece que las islas tienen los mismos derechos marítimos que el territorio continental, es decir, tienen derecho a una ZEE de 200 millas náuticas. Aunque las colonias prácticamente desaparecieron en las décadas que siguieron a la segunda guerra mundial, las antiguas potencias coloniales conservaron el control administrativo –sea como colonias formales o mediante otras formas– de numerosas islas que comúnmente tienen una extensión territorial de apenas unos cuantos kilómetros y una población minúscula o inexistente. Aunque algunas de estas islas son destinos turísticos paradisiacos o reservas de la biósfera, la importancia de estos “desperdigados remanentes” (p. 83) excede por mucho el uso particular que se dé a una isla concreta. Su importancia es estratégica no sólo porque albergan bases navales y aéreas, sino también porque con la CDM “se han vuelto importantes para la asignación de derechos de propiedad legalmente exigibles sobre los recursos naturales del mundo”. De esta forma, por medio de sus remanentes coloniales y de la CDM, las otrora potencias imperiales pueden reclamar la propiedad y soberanía sobre los recursos que se ubican dentro de su amplia ZEE. Este control y soberanía se hace valer mediante sus fuerzas armadas.

Los seis países con las ZEE más grandes son Estados Unidos, Francia, Australia, Rusia, Gran Bretaña y Nueva Zelanda. Según Nolan, todos ellos son países desarrollados que fueron potencias coloniales y que establecieron la base territorial de sus inmensas ZEE de ultramar durante la era colonial. “Sus ZEE totales representan 54 millones de kilómetros cuadrados, de los cuales casi tres cuartas partes (39 millones de kilómetros cuadrados) están separados de sus territorios de origen. De hecho, las ZEE de ultramar de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña exceden ampliamente a las de sus territorios de origen” (p. 84). Además, en el caso de Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda, los “territorios de origen” son resultado de una ampliación colonial europea que privó a los pueblos indígenas de sus recursos.

El caso de China es muy distinto que el de estos países. La ZEE no impugnada de China es de únicamente 900 mil kilómetros cuadrados adyacentes a su territorio continental. Esto es similar a una de las ZEE más pequeñas bajo el control de Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña. La ZEE en disputa en el mar de China Meridional tiene menos de dos millones de kilómetros cuadrados. Además de las islas en disputa, China no tiene otras islas sobre las cuales reclame soberanía. Por ello, aun suponiendo que China ganase todos los litigios –lo cual es poco probable, pues sus reclamaciones sobre las islas en el mar de China Meridional son fuertemente impugnadas–, su ZEE total no excedería los tres millones de kilómetros cuadrados. “En marcado contraste con las potencias europeas y sus descendencias coloniales, China no buscó construir un imperio de ultramar. Esta diferencia ha tenido profundas consecuencias para la distribución global de los derechos de propiedad nacional sobre los recursos del océano, especialmente bajo la CDM” (p. 85).

Más adelante, Nolan hace un recuento exhaustivo en el que muestra que comúnmente el control de islas que miden unos cuantos kilómetros cuadrados y que son habitadas por apenas unos cuantos miles de personas permiten a las potencias el acceso a millones de kilómetros cuadrados de ZEE. Incluso menciona que en el caso de Gran Bretaña, su territorio de ultramar en el océano Pacífico tiene una extensión de 47 kilómetros cuadrados y una población de menos de setenta personas pero debido a la amplia distribución espacial de las islas, le permite tener una ZEE de 836 mil kilómetros cuadrados. Sólo esta parte de la ZEE de ultramar británica tiene aproximadamente la misma extensión que la ZEE reconocida de China. Se refiere también a una isla francesa en el océano Pacífico Oriental que está deshabitada y tiene una extensión total de sólo 6 kilómetros cuadrados que ha dado a Francia una ZEE de 431 mil kilómetros cuadrados.

El caso de Estados Unidos es muy peculiar. Aunque no es signatario de la CDM, reconoció formalmente la legalidad de las ZEE. Los beneficios de la CDM para Estados Unidos son enormes: su ZEE abarca más de 12 millones de kilómetros cuadrados; es la más grande de todos los estados del mundo y es una quinta parte más grande que el área terrestre de Estados Unidos. Los 48 estados continentales de Estados Unidos tienen una ZEE de 2.45 millones de kilómetros cuadrados, mientras que Alaska tiene una ZEE de 3.8 millones de kilómetros cuadrados y los territorios insulares del Pacífico dan acceso a una ZEE de 5.8 millones de kilómetros cuadrados. Las islas y puertos del Pacífico como Okinawa o Pearl Harbor son clave para el dominio estadounidense, pues en ellos se han establecido bases aéreas y navales que han sido utilizadas en conflictos bélicos como las guerras de Corea y Vietnam. En el futuro previsible, la base naval de Okinawa (en Japón) será piedra angular de la estrategia de seguridad de Estados Unidos en la región Asia-Pacífico (p. 93).

Las ZEE fueron creadas por Naciones Unidas en el marco de la CDM con la finalidad de reducir el daño a los recursos naturales no renovables, al transformar amplias áreas marítimas del planeta de “bienes comunes” de libre acceso en regiones de conservación con jurisdicciones y responsabilidades claramente definidas. Sin embargo, el objetivo de preservar los recursos naturales y de gestionar su uso ha fracasado.

Desde Occidente se ha cuestionado mucho la intención de Pekín de construir una serie de bases aéreas y navales en ultramar como una “cadena de perlas” y la posibilidad de que China pueda tener acceso y control de los recursos que se encuentran en el Mar de China Meridional y su subsuelo. Sin embargo, la apropiación de enormes ZEE –en el Pacífico y en todos los otros mares– por parte de las grandes potencias imperiales de antaño, que tiene sus raíces en su herencia colonial y que excede por mucho los territorios que están en litigio entre China y sus vecinos, sorprendentemente parece pasar desapercibida. “Es como si los medios de comunicación occidentales hubieran conseguido centrar las mentes de sus poblaciones en un ratón, mientras un enorme elefante pasa desapercibido a sus espaldas” (p. 100).

Datos cruciales: 

Los países con mayores ZEE son Estados Unidos, Francia, Australia, Rusia, Gran Bretaña y Nueva Zelanda. Las ZEE de estos seis países “representan 54 millones de kilómetros cuadrados, de los cuales casi tres cuartas partes (39 millones de kilómetros cuadrados) están separados de sus territorios de origen. De hecho, las ZEE de ultramar de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña exceden ampliamente a las de sus territorios de origen” (p. 84).

Para Estados Unidos, las ZEE de ultramar como porcentaje de la ZEE total representa 80%. En el caso de Francia, el porcentaje asciende a 97%; en Rusia es de 83% y para Gran Bretaña el 89% de la ZEE total corresponde a su ZEE de ultramar.

“En el caso de Gran Bretaña, la ZEE asignada a sus territorios de ultramar representa más de seis millones de kilómetros cuadrados, lo que supone ocho veces la zona exclusiva alrededor de la propia Gran Bretaña. […] Cuando Thatcher entró en guerra con Argentina en 1982, había mucho más en juego que los 16,000 kilómetros cuadrados de tierra azotada por el viento de estos tres grupos de islas: la zona económica exclusiva de Malvinas, Georgia del Sur y las islas Sándwich representa 2 millones de kilómetros cuadrados, cerca de tres veces la extensión de la propia Gran Bretaña” (p. 85).

Las ZEE de ultramar de Francia, “legado de su imperio colonial, tienen más de treinta veces el tamaño de la Francia metropolitana. Sus antiguas colonias en el Caribe y en el Atlántico Norte […] tienen una ZEE total de 903,000 kilómetros cuadrados; en el océano Índico, 2.58 millones; mientras que la ZEE francesa en el océano Pacífico representa no menos de 6.9 millones de kilómetros cuadrados” (p. 87).

Nexo con el tema que estudiamos: 

Aun cuando formalmente las colonias prácticamente desaparecieron desde mediados del siglo XX, los territorios de ultramar que controlan las grandes potencias europeas y Estados Unidos son clave para asegurarse el control de rutas comerciales, para establecer bases militares y para acceder a recursos (minerales, energéticos, entre otros) estratégicos. Todo ello es importante no sólo para garantizar las condiciones de producción y circulación del capital, sino también para mantener o disputar la hegemonía regional y mundial.

La hegemonía no se construye únicamente sobre bases económicas y políticas, sino que también tiene un pilar cultural que la soporta. En este sentido, el papel de los medios de comunicación en Occidente es fundamental, pues al deslegitimar y condenar las intentonas expansionistas chinas buscan –y en muchas ocasiones consiguen– afianzar las bases culturales e ideológicas de la tambaleante hegemonía estadounidense.