Corea del Norte ha planteado casos paradigmáticos de ciberataques, como los cometidos por Park Jin Hyok, hacker norcoreano, en los últimos años. Muchos de estos ataques han sido realizados desde territorio chino, y la justicia política pasa por encima de ellos. Las acusaciones contra los ataques de norcoreanos no son las únicas. En 2014 el gobierno de Barack Obama señaló a cinco oficiales del ejército chino de espionaje industrial, en 2017 Donald Trump acusó a dos oficiales del Servicio Federal de Seguridad ruso por ciberataques a Yahoo y en marzo de 2018 acusó a nueve ciudadanos iraníes de robo de secretos científicos cometidos en nombre de la Guardia Revolucionaria de Irán. Quizá el caso más dramático fue en julio de 2018, con la acusación a 12 espías rusos por interferir en las elecciones presidenciales de 2016.

Las evidencias forenses han mostrado que una atribución de cargos por crímenes cometidos en el ciberespacio no es imposible. Estados Unidos y sus socios pueden observar sin ningún problema el funcionamiento de sus adversarios.

Sin embargo, no todos están de acuerdo con la idea de recurrir a los tribunales en cuestiones del ciberespacio. Algunos de los hackers del gobierno estadounidense temen verse afectados por las represalias que esto pueda generar. Esto ya ha pasado en Italia, donde se juzgó en ausencia a oficiales de la Agencia Central de Inteligencia por secuestrar a un clérigo egipcio en Milán. Estas preocupaciones son válidas, pero exageradas ya que los adversarios de Estados Unidos carecen de capacidad técnica y moral para actuar contra sus hackers. Estados Unidos es un adversario agresivo en el ciberespacio, pero no utiliza sus capacidades técnicas para vandalizar o robar bancos. Estados Unidos busca trazar una división entre el espionaje tradicional -al que parecen considerar poco peligroso- y otros crímenes cibernéticos a los que consideran más graves, como la piratería, el sabotaje y el espionaje con fines comerciales. Sin embargo, esta línea sigue siendo difusa y difícil de fijar.