Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas

Cita: 

Latour, Bruno [2018], Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas, México, Siglo XXI.

Fuente: 
Otra
Fecha de publicación: 
2018
Tema: 
Gaia como concepto suplente de Naturaleza
Idea principal: 

Bruno Latour fue un filósofo, sociólogo y antropólogo francés. Sus líneas de investigación giraban en torno a Estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad. Desarrolló la Teoría del Actor-Red.


Introducción

El suelo sobre el cual se ha desarrollado la historia se ha vuelto inestable. Todo cambia “hasta el punto de hacer entrar en la política todo lo que antaño pertenecía a la naturaleza” (p. 17). Aparece frente al mundo otro Espíritu de las leyes de la Naturaleza que hay que comenzar a redactar. Esta obra pretende abonar a esta misión.

“Gaia está presente aquí como la ocasión de un retorno a la Tierra que permita una versión diferenciada de las cualidades respectivas que pueden exigirse de las ciencias, de las políticas y de las religiones por fin reducidas a definiciones más modestas y más terrestres de lo que eran sus antiguas vocaciones” (p. 20).

Me dirijo a lectores con distintas competencias. Dado la entremezcla de las ciencias con la cultura es que conviene entender a las primeras por medio de las humanidades; de ahí la necesidad de lo híbrido.

Primera conferencia: Sobre la inestabilidad de la (noción de) naturaleza

El término “crisis ecológica”, con el que se califica al tiempo en que vivimos, conlleva una manera de tranquilizar, dado que “crisis” evoca a lo transitorio. De acuerdo a los especialistas, se debe hablar, más bien, de “mutación”; mutamos de un mundo al que estábamos acostumbrados a otro. Por su parte, el adjetivo “ecológico” nos permite tomar distancia de las perturbaciones señaladas. Sin embargo, en la actualidad, estas perturbaciones nos afectarían a todos nosotros, desde la esfera más pequeña de nuestra existencia. Así que, habría que designar a la “crisis ecológica” más bien como una profunda alteración de nuestra relación con el mundo.

Aun frente a este panorama, recibimos las noticias con enorme calma. Debimos haber actuado desde hace treinta años; la crisis ya habría pasado. No obstante, ahora, lo que pudo haber sido una crisis transitoria se convirtió en una “profunda alteración de nuestra relación con el mundo” (p. 25).

Las alertas estuvieron presentes. La conciencia de los desastres ecológicos ha existido, ha sido argumentada y documentada desde los inicios de la “era industrial”; “sólo que existen muchas maneras de saber y de ignorar al mismo tiempo” (p. 26).

No comprenderemos las mutaciones ecológicas si no nos damos cuenta del nivel en que trastocan el mundo. Algunas personas deciden ignorar la amenaza. Otras (la mayoría) las padecen como una “suave locura” a la que no reaccionan. Los menos numerosos son los que han entrado en pánico y proponen atacar de raíz a todo el sistema terrestre con mecanismos como la “geoingeniería”. Los más locos son los que creen que la acción colectiva aún es capaz de funcionar, con actuaciones mediadas por el marco de las instituciones existentes. Otros; artistas, eremitas, jardineros, exploradores, activistas o naturalistas, deciden aislarse para resistir.

“La ecología te enloquece; hay que partir de ahí” (p. 32). Esto no es una crisis, es definitivo, por lo que no va a pasar. Lo que resta es encontrar una trayectoria de sanación; progresar, pero al revés, es decir, retrogresar, “retornar sobre la idea de progreso” (p. 32). Este desesperar es una forma de sanación que invita a jugar con los males. Hay que ir hasta el fondo del desamparo en que nos encontramos.

La expresión “relación con el mundo” da cuenta de nuestra alineación. La crisis ecológica se presenta usualmente como el descubrimiento de que “el hombre pertenece a la naturaleza” (p. 33). Así, se asume que el ser humano es distinguible de la naturaleza y que esta es un simple “objeto material”.

Se entiende entonces porque la crisis ecológica genera pánico: “nunca sabemos si se nos pide que volvamos a la animalidad bruta o que retomemos el movimiento profundo de la existencia humana” (p. 35).

No nos encontramos entre dominios separados (al hablar de naturaleza y cultura), sino ante un solo concepto dividido en dos partes que se encuentran relacionadas. Para la cultura occidental, hablar de una implica hablar de la otra. Por ejemplo, antes se utilizaba el término “hombre” para referirse a todo el mundo. Así, esta aparece como una categoría no codificada, mientras que “mujer” focaliza la atención en rasgos específicos, es la categoría codificada.

Los esfuerzos por reemplazar “lo humano” por “lo humano/a” surtieron efecto. Este mismo desplazamiento debería practicarse con la expresión “naturaleza/cultura”; así, “naturaleza” dejaría de ser una categoría no codificada. “Por lo tanto, quiero hacer que exista un lugar –de momento, conceptual– (…) que permita definir a las dos, cultura y naturaleza, en tanto categorías parejamente codificadas” (p. 37). De esta forma, “naturaleza” dejaría de ser una categoría universal sobre la cual destaca la codificación de “cultura”.

Ahora otra comparación, esta vez de la historia del arte. La pintura occidental a partir del siglo XV tendía a organizar la mirada del espectador, para que esta sirviera de contrapeso a lo que visualizaba. El cuadro, cuya posición, distancia, son preparadas por el artista, ocupa el lugar medio entre el objeto y el sujeto. El objeto está ahí con el único fin de ser visto por un sujeto; un tipo de sujeto para un tipo de objeto y viceversa. Así, alguien que mira una naturaleza muerta, se encuentra predispuesto a ser el sujeto para ese objeto. Esta es otra prueba de que existe una operación que divide y distribuye los roles de Naturaleza/Cultura.

Para superar al “sujeto” y al “objeto”, se debe considerar al operador que ha distribuido los roles entre ellos. El ejemplo de la pintura es esclarecedor en tanto nuestra concepción de la naturaleza, generalmente, proviene de ella. La expresión “pertenecer a la naturaleza” no tiene ningún sentido en tanto naturaleza descansa en tres términos: aquel que le hace contrapeso, cultura y el que reparte los rasgos entre los dos. Así, naturaleza no existe como dominio, sino como la mitad de un concepto único. La atención debe ser la oposición Naturaleza/Cultura. Necesitaremos, por tanto, otro término que introduciré más adelante.

Si la ecología enloquece es porque obliga a soportar la inestabilidad de este concepto atrapado en la imposible oposición de dos dominios. Estamos frente a un concepto hecho de dos partes sostenidas por un núcleo común. “Si tan sólo pudiéramos aprovecharnos de ese núcleo, de ese diferencial, de ese dispositivo, de ese agenciador, podríamos también imaginarnos cómo sortearlo” (p. 43).

Expresiones como “actuar conforme la propia naturaleza” o la invocación del “derecho natural” como una suerte de llamado a la moral nos acercan a ese núcleo común. Frente a la disputa que genera la moral, invocar a la naturaleza parece convertir los estados de hecho en estados de derecho. Sin embargo, si la ecología consistiera en regresar a ese estado natural, con sus respectivas leyes, no lograríamos entendernos de inmediato, dado que “natural” no es un adjetivo de fácil estabilización. “Cuanto más se habla de permanecer dentro de los límites de los natural”, menos se obtendrá el asentimiento general.

Algo distinto ocurre con las nociones de “naturaleza” que asociamos al hablar de “mundo natural”. El mundo natural no dicta a los humanos lo que hay que hacer; no dicta lo que es justo [ce qui est juste], sino, simplemente, lo que “está meramente ahí, sin más” [ce qui est juste là, sans plus]. La distancia entre los dos sentidos de la palabra “juste” es muy sútil y su posición inestable. El valor moral que se le otorga al “mundo natural” proviene, precisamente, de la supuesta ausencia de lecciones morales en él; “de ese tenor es la paradoja de la invocación de la naturaleza” (p. 49).

Además de definir una ley moral, la invocación de la naturaleza llama al orden: pretende plasmar el ideal político por excelencia. Esto nos remite a la dificultad de diferenciar las dos partes del concepto Naturaleza/Cultura, cuya diferencia es sólo de jure en la práctica.

Sin el trabajo de los climatoescépticos contra las ciencias del sistema Tierra jamás habríamos comprendido la inestabilidad de invocar al “mundo natural”. Desde la década de 1990, viendo lo que estaba en riesgo, poderosos grupos se han encargado de deslegitimar “los hechos”. Gracias a Franz Luntz aprendimos que sembrar dudas sobre los hechos ayuda a detener los cuestionamientos sobre el modo de vida industrial; el argumento central es la ausencia de certidumbre científica.

La fuerte carga prescriptiva de las certezas científicas es lo que las convierte en blanco de ataques directos. “Si se aceptase hacer del CO2 , y, por lo tanto, del carbón tanto como del petróleo, la causa de la mutación climática, los industriales y los financistas han comprendido cabalmente que ya no se podría mantener jamás la descripción de los hechos separada de la atribución moral –y muy pronto, de la implementación de una política– (p. 54).

Ante el trabajo de investigación que surgía en respuesta a la primera amenaza climática, los grupos de presión se movilizaron. Los lobbistas utilizaron a comunicadores, expertos y académicos para evadir su responsabilidad y con ello evitar una profunda transformación.

Este contraataque solo ha podido funcionar porque la epistemología ordinaria continuó pareciendo sensata a todos. Los climatoescépticos sólo se limitaron a afirmar la ausencia de los hechos, no se vieron obligados a debatir su carga prescriptiva. “Por eso, desde hace unos veinte años, asistimos al asombroso espectáculo de una batalla campal entre un partido que ha comprendido perfectamente el carácter normativo de la invocación del mundo natural –y que por esa razón niega la existencia de ese mundo–, y otro partido que, por su parte, no se atreve a descargar la fuerza prescriptiva de los hechos que ha descubierto y debe atenerse, como si tuviese las manos atadas a la espalda, a hablar 'únicamente de ciencia'” (p. 58).

En la obra de teatro Gaïa Global Circus, Pierre Daubigny, por medio de Virgine, una climatóloga, propone un medio para modificar la relación entre las ciencias y la política y los científicos y el mundo: tomar responsabilidades, en el sentido que Donna Haraway da a esta palabra, ser capaces de responder.

En el escenario, acorralada por Ted, quien intenta generar un debate entre expertos siguiendo la filosofía de Luntz, Virgine le grita a este: “¡Vaya y dígale a sus patrones que los científicos están en pie de guerra!”. Después, confiesa no conocer el significado de esa guerra. En efecto, no existe tal guerra para los científicos, pero sí para los otros, los que enviaron a Ted a perturbar la conferencia de Virgine. Los investigadores aún se ciernen en debates racionales en espacios cerrados y protegidos.

No obstante, los temas a discusión no son hechos pasados, sino actos que están siendo cometidos. Y en este escenario es fácil conspirar con los enemigos al pensar que ningún humano es capaz de cometer estas acciones. Estar en situación de guerra es precisamente esto: tener que decidir sin regla preestablecida de qué lado habrá que ponerse.

Los fenómenos en disputa afectan el futuro y nos obligan a repensar el pasado, pero, sobre todo, nos remiten a las decisiones de todos los grupos de presión y a cuestiones que interesan a miles de millones de humanos obligados a cambiar hasta la esfera más pequeña de su existencia. “¿Cómo esperar que los científicos sean escuchados sin luchar?” (p. 62).

Más aún, las disciplinas científicas que sacan a la luz estos hechos no son prestigiosas como la física de partículas o las matemáticas; aún deben conquistar certidumbres. Para que se comprenda su exclamación, sería necesario que los climatólogos se atrevieran a confesar su política. Y, a cambio, que puedan preguntar: “¿A quiénes representa usted y por quiénes pelea?” (p. 64). Lo climatoescépticos acusan a la ciencia de comportarse como un lobby, al tiempo que ellos también conforman un grupo, pero ¿por qué los climatólogos no habrían de comportarse como un lobby?. “(...) en lugar de creer que deben ustedes hacer corresponder su ciencia con las exigencias irrealizables de la epistemología que les pide que desencarnen hacia un lugar en ninguna parte, digan dónde se sitúan” (p. 64).

Estaríamos en un lugar mejor si se aceptara que al hacer ciencia se hace política, y que esta puede representar las voces de los oprimidos y desconocidos. Esta confesión no haría dudar sobre la calidad, objetividad y solidez de las disciplinas científicas. No podemos proceder sin hacernos cargo de nuestra parte en la producción del conocimiento. “Es la institución científica lo que hay que aprender a proteger” (p. 66).

Los millones gastados por los lobbies climatoescépticos no han sido en vano, pues han descubierto la invalidez de invocar al “mundo natural”. Si la ecología enloquece es porque obliga a pensar en una dimensión normativa del “mundo natural” y, al mismo tiempo, rechazar que exista una. La naturaleza no trae la paz. Esta inestabilidad sacude a la ecología, a la cual se ha venido aludiendo como si existiera una definición aceptada.

“El Nuevo Régimen Climático gira alrededor de una forma renovada de derecho natural, de un vínculo a renovar, en todo caso, entre la naturaleza y el derecho, que permite dar un nuevo espíritu a la expresión ´leyes de la naturaleza´, cuyo modo de acción se simplifica de manera apresurada” (p. 69).

Las noticias nos obligan a tomar conciencia de una nueva inestabilidad de la naturaleza, pero como no logramos procesarlas, estas nos vuelven locos. Sin embargo, nos damos cuenta que existe otra inestabilidad, la de la noción misma de “naturaleza”. La falsa querella climática ha suprimido la seguridad y tranquilidad que suponía invocar al mundo natural. El estado de desamparo en el que nos encontramos proviene de esas dos inestabilidades. Ahora, intentemos descender por debajo de la noción de “naturaleza”.

¿Es posible despejar “mundo” de su asociación casi automática: “mundo natural”? Esta tarea supondría contraponer Naturaleza/Cultura por un lado y, por el otro, un término que las incluya a ambas. Propongo llamar a este concepto más abierto mundo o “hacer mundo”, “(...) definiéndolo, de manera evidentemente muy especulativa, como aquello que abre la multiplicidad de los existentes, por una parte y, por otra, a la multiplicidad de las maneras que tienen de existir” (p. 71).

Sin embargo, no hay que precipitarse a afirmar que conocemos la lista de los existentes o pretender que estos forman un Todo que se podría englobar mediante el pensamiento. “Es necesario que aceptemos permanecer abiertos a la alteridad vertiginosa de los existentes (...) y a las múltiples maneras que tienen de existir o de ligarse los unos a los otros, sin agruparlos apresuradamente dentro del conjunto que sea –y, sin duda, tampoco dentro de la ´naturaleza´” (p. 71). Esa apertura a la pluralidad es lo que William James denomina pluriverso.

Debemos colocarnos dentro de ese mundo para reconocerlo como un arreglo particular de existencias con sus maneras de conectarse a las que llamamos Naturaleza/Cultura. “La ecología, ya se habrá comprendido, no es la irrupción de la naturaleza en el espacio público, sino el fin de la “naturaleza” como concepto que permite resumir nuestras relaciones con el mundo y pacificarlas” (p. 72). Lo que nos enferma es sentir que ese Antiguo Régimen está llegando a su fin.

Por ese motivo, intentaremos en lo que sigue descender desde la “naturaleza” hacia la diversidad del mundo. Esta tarea trae a la mesa dos preguntas: ¿qué existentes han sido elegidos y qué formas de existencia se han preferido?

Se trata de un problema de composición. El concepto “mundo” debe permanecer lo bastante abierto para que se propongan nuevos argumentos sobre el conjunto de los existentes y las formas de existencia.

La noción de “naturaleza” refleja un gran número de decisiones previas. Indagar en la metafísica de la “naturaleza” no nos ayudaría a dar cuenta de ellas. Se debe ir más atrás; buscar en el rastro de otras cosmologías y metafísicas las razones de la mutación actual del término. Aquí, propongo únicamente enmarcar la noción de Naturaleza/Cultura. Hacer de ella una cuestión de composición.

En esta definición ampliada de “mundo”, la “naturaleza” no puede pasar como uno de sus sinónimos. Entonces, de ahora en adelante, pongamos una mayúscula en Naturaleza para recordar que se trata de una figura cosmológica, la cual pronto querremos reemplazar con otra.

Esta primera ruta de cuidados pone a las maneras de estar en el mundo unas contra otras. Esto equivale a plantear las preguntas: ¿quién, dónde, cuándo, cómo y por qué? “¿Cómo no desestabilizarse al darse cuenta de que la revolución a la que aspiraban los espíritus progresistas acaso ya se produjo? Y que no provino de un supuesto cambio en la ‘propiedad de los medios de producción’, sino de una pasmosa aceleración en el movimiento del ciclo del carbono!” (p. 77).

Cuarta conferencia: El antropoceno y la destrucción de la imagen del globo

En 2012, en el XXXIV Congreso Internacional de Geología, se iba a declarar que la fuerza más importante que transforma la Tierra es la de la humanidad. Es decir, se iba a declarar el fin del Holoceno, periodo en el cual la Tierra era inmune a las acciones de los humanos. Sin embargo, la terminación de este periodo anuncia también el fin de dicha inmunidad.

Proponer una nueva era geológica en la burocracia de la Sociedad Internacional de Geología es una tarea difícil. Esto da como resultado que una serie de cuestiones técnicas nos impidan determinar si el Holoceno ha terminado y, con ello, que nos encontramos en un Nuevo Régimen Climático.

Todas las actividades humanas se evidencian en formas geológicas. La comparación ya no se trata de paisaje, de ocupación de suelos ni de impacto local; ahora las capas de las rocas permitirán deducir lo que sucedió en la época llamada “de los humanos”.

A lo largo de los siglos XIX y XX se vanagloriaba las hazañas del Hombre que transforma la Tierra. Hoy en día ya no se trata de “dominar” la naturaleza, sino de buscar en las ruinas sedimentarias las huellas de los humanos. Los rasgos de uno y otro se confunden: “Antropomorfismo de las zonas críticas, petromorfismo de los humanos” (p. 244).

Lo más complicado para los miembros de la subcomisión es la mezcla de escalas de tiempo. Los geólogos han quedado perplejos ante la rapidez de la historia geohumana; lo que los obliga a separar los períodos de tiempo en segmentos de incluso sesenta años. “Como si la distinción entre la historia y la geología hubiese desaparecido repentinamente” (p. 245).

Antropoceno puede convertirse en el concepto más pertinente para apartarnos de las nociones de “Moderno” y “modernidad”. En el momento en que se vuelve tendencia hablar del “posthumano”, el “Ánthropos” está de regreso gracias a los historiadores de la naturaleza. Este es el concepto más radical para poner fin al antropocentrismo, a las antiguas formas de naturalismo y para restaurar el papel del agente humano.

El formato Naturaleza/Cultura es tan fuerte que el Antropoceno se ha interpretado como la simple superposición de dos bloques: naturaleza y humanidad. Sin embargo, el Antropoceno dirige la atención hacia un sistema más amplio que está unificado por uno de estos dos bloques. Esto da cuenta que la división aún no está superada. “Las fuerzas geohistóricas ya no son las mismas que las fuerzas geológicas a partir del momento en que se han fusionado en múltiples puntos con la acción humana” (p. 251). Así, nos vemos forzados a redistribuir lo que conocemos por natural; tarea que borra la división entre las ciencias sociales y naturales.

Pero la desagregación es más radical a la hora de determinar quienes encarnan el Ánthropos. Es imposible pensar en un actor antropomorfo para representar al Antropoceno. Hablar de este último término implica hacer referencia a la especie humana en general, cuestión que suscita múltiples protestas: no todos son responsables del cambio climático.

A pesar de su nombre, Antropoceno no es una extensión del antropocentrismo. El humano, como agente unificado, debe descomponerse en pueblos distintos. Cada uno con intereses contradictorios.

Lo que nos impide desagregar las figuras tradicionales de la naturaleza y el humano es una imagen del pensamiento que ha permanecido intacta a lo largo de la historia de la filosofía: la idea de una Esfera.

Para reflexionar sobre este aspecto es necesaria la esferología, una disciplina inventada por Peter Sloterdijk. Su trabajo se basa en estudiar todas las envolturas indispensables para la perpetuación de la vida, o, más bien, todas las que han sido inventadas por los agentes para diferenciar entre su interior y exterior. Una de ellas es la inmunología, la primera disciplina antropocéntrica según el filósofo alemán.

“Para Sloterdijk, la singularidad completa de la filosofía, de la ciencia, de la teología y de la política occidentales es la de haber insuflado todas las virtudes en la figura de un Globo –con G mayúscula– sin conceder la más mínima atención a la manera en que podía ser construido, conservado, mantenido y habitado” (p. 257). El Globo incluye todo lo que es verdadero y bello. Sloterdijk cuestiona cómo se puede seguir creyendo en que lo verdadero y bello se encuentra dentro del Globo al reflexionar sobre cosas tan simples como el aire que respiramos, lo que vestimos o comemos. Así, “las nociones de homeostasis y de control climático adquieren una dimensión todavía más metafísica (...) Es eso, también, el Nuevo Régimen Climático” (p. 258).

Pretender que podemos vivir “en la Naturaleza” equivale a destruir el resto de capas que hacen posible la vida (para Sloterdijk, la vida incluye tanto la biología, como la sociología y la política). “El materialismo sin control climático es otra forma de idealismo” (p. 260). De esta manera, Sloterdijk rematerializa lo que es estar sobre esta Tierra. Su filosofía es la primera en responder a la exigencia del Antropoceno de traernos de vuelta a la Tierra.

A mitad del segundo volumen de su obra, el autor permite aclarar la dificultad tanto de las ciencias naturales como de las humanidades de abordar la cuestión del superorganismo. La primera fisura deriva del bifocalismo de esa imaginería cristiana de la época precopernicana. Los teólogos se esforzaron por hacer coincidir dos globos: uno teocéntrico y otro geocéntrico, ya que se debía situar a Dios en el centro y hacer girar a la Tierra alrededor de Él.

Durante dos milenios, este defecto arquitectónico no representó un problema. “Es por eso que no hay historia… y mucho menos geohistoria: desde el momento mismo en que la filosofía cree que piensa de manera global, se vuelve incapaz de concebir tanto el tiempo como el espacio” (p. 262).

El mismo defecto se aplica a la arquitectura mediante la cual fue construida la racionalidad. Siguiendo el estudio de Sloterdijk sobre la arquitectura de la razón, notamos que el Globo no es más que una obsesión platónica transferida a la teología cristiana y depositada en la epistemología política para dar una figura al sueño de un conocimiento total y completo.

Para poner fin a la fatalidad del globo, hay que ceñirse a la historia de las ciencias o a la esferología de Sloterdijk, teniendo en cuenta que “global” es un adjetivo que puede describir una maquinaria local susceptible de ser observada por un grupo de humanos, pero nunca el mundo mismo en el que se supone que está incluido todo.

Ya sea con el antropoceno, la teoría de Gaia o con la noción de actor histórico como la Humanidad o Naturaleza, la figura de globo permite saltar prematuramente a un nivel superior confundiendo las figuras de la conexión con las de la totalidad. Un ejemplo es la crítica que hace Toby Tyrrell, profesor de la Universidad de Southampton a la teoría de Gaia de Lovelock. Tyrell presenta a Gaia como un fuerza superior que circunda la Tierra, sin darse cuenta que la aportación de Lovelock es justamente la ruptura de la idea del Todo y las partes; con Gaia, Lovelock intenta evadir la distinción entre dos niveles: uno para las conexiones y otro para la totalidad reguladora. Además del error de interpretación, Tyrrell es víctima de su propia crítica al otorgarle a la Evolución el papel de Dios todopoderoso. De esta manera, mientras que Lovelock procura borrar la distinción entre ambiente y evolución, Tyrrell opone Gaia y Evolución.

Los defensores de las ciencias sociales no lo hacen mejor. Siempre saltan al nivel global de la sociedad al intentar explicar las conexiones. La trayectoria de estas conexiones es reemplazada en el análisis por la relación entre las partes y el Todo. Se toma a este último como un ente superior cuando forzosamente es inferior a las partes: “más grande no significa más englobante, sino más fuertemente conectado” (p. 281). No existe la “visión global”; la escala se obtiene por la capacidad de establecer relaciones más o menos numerosas y recíprocas.

La lección del antropoceno es que la Tierra ya no puede ser captada globalmente. Así, se nos presenta la compleja tarea de ensamblar todos los puntos de datos provenientes de todos los instrumentos y disciplinas.

¿Cómo dibujar todas las conexiones de la Tierra sin dibujar una esfera? Mediante un movimiento que vuelve en sí mismo: un bucle. Esta es la única manera de ver las posibilidades de actuar sin pasar por las nociones de partes y de Todo.

Uno de esos bucles es la repetición de la palabra ecología desde 1970. La impresión de repetición deriva de la figura del Globo, en la que cada uno se sitúa cuando algo nuevo le sucede. No obstante, “el descubrimiento, una y otra vez estremecedor, de una conexión nueva y dramática entre posibilidades de actuar hasta aquí desconocidas, y en escalas cada vez más alejadas, según un ritmo cada vez más frenético, eso sí que es realmente nuevo” (p. 285). Así, el antropoceno disuelve la figura del globo observado desde lejos. Los bucles de reflexividad cambian cada vez más en su contenido, ritmo y extensión. La noción de globo y de pensamiento global conllevan el peligro de unificar aquello que primero se debe descomponer.

En el Antropoceno, debemos deslizarnos, envolvernos en un gran número de bucles, hasta que progresivamente adquiramos el conocimiento del lugar en el que residimos y de nuestra condición atmosférica. “¿Cuántos bucles suplementarios debemos trazar alrededor de la Tierra antes de que el ‘conocimiento’ sea lo bastante receptivo como para que este Ánthropos informe se convierta en un verdadero agente de la historia y en un actor político al menos poco creíble?” (p. 288).

Pero hay otra razón para evitar la visión global: Gaia no es una Esfera, sino una serie de acontecimientos históricos que se expanden más o menos lejos. El nivel global no permite comprender las conexiones contradictorias y conflictivas. Solo podemos detectar algunas de las maneras en que están conectadas y, a partir de ello, las posibilidades de actuar. Sentir las retroacciones es vivir en el Antropoceno. Por eso es válido llamar “negacionistas” a quienes aseguran que la Tierra en ningún caso reaccionará a nuestras acciones.

El concepto de Antropoceno también disuelve las diferencias entre la Naturaleza y lo Humano. Gaia da cuenta de las “consecuencias entremezcladas e imprevisibles de las posibilidades de actuar, cada una de las cuales persigue su propio interés manipulando su propio ambiente” (p. 293).

Detrás de los sueños de unificación global sigue habiendo Ciencia. Sin embargo, es imposible hallar en ella un principio unificador que cree consenso sobre las rutas de acción. Lo anterior, debido a la pseudocontroversia llevada a cabo por los climatoescépticos y a la negatividad con la cual es vista la “vasta maquinaria” de la que dependen todas las disciplinas.

“Si no hay unidad ni en la Naturaleza ni en la Sociedad, eso quiere decir que la universalidad que buscamos debe ser tejida, de todos modos, bucle tras bucle, reflexividad tras reflexividad, instrumento tras instrumento” (p. 295). Esto es a lo que llamo metafísica o cosmología, lo que puede ayudarnos a reemplazar el formato Naturaleza/Cultura por el de mundo.

La verdadera belleza del término Antropoceno es que nos sitúa en relación los unos con los otros. Probablemente ya no haya mejor solución que una nueva distribución de los agentes de la geohistoria. “¡Hemos entrado irreversiblemente en una época a la vez postnatural, posthumana y postepistemológica!” (p. 296). No es la Tierra lo que será destruido en un relámpago apocalíptico, sino nuestra idea ideal del Globo; de ahí, una nueva estética emergerá.

Octava conferencia: ¿Cómo gobernar territorios (naturales) en lucha?

En mayo de 2015, en el teatro de Les Amendiers, delegaciones de estudiantes se reunieron para discutir sobre el derecho constitucional de la Tierra. Los actores del Gaïa Global Circus me aportaron más que muchas obras de literatura “ecológica”.

Los ejercicios artísticos de simulación son importantes debido a que el arte y la predicción son piezas necesarias para visualizar posibles caminos. Exactamente eso sucedió en dicho Teatro de las negociaciones en mayo de 2015. Sostengo que ese modelo de cuarenta y un delegaciones es más realista que el mundo a real escala y, en especial, que la famosa Conferencia de las Partes.

La simulación inició con la cuestión climática. Una de las razones por las que el modelo es más realista es que sus creadores decidieron no concentrarse en la imposible meta de reducir las emisiones de CO2, sino en lo que ocasiona estas últimas: las diversas maneras de ocupar territorios.

Especialmente, se consideró que los estados-nación no debían ser los únicos responsables de resolver los problemas creados por sus maneras de ocupar sus suelos. En la actualidad, ciento noventa y cinco estados se forman en asamblea para intentar resolver los problemas que los asedian, sin embargo, están tan enredados unos con otros que el conjunto de dichos problemas se ha vuelto transversal.

La utopía ante la que no hay que ceder es la de tratar los problemas de “manera global”: hay que aceptar no reunirse bajo un principio superior común. La figura de Globo fue desafiada por los estudiantes al no tomar como punto de partida ni a Dios ni a la Naturaleza.

Los principios superiores comunes que ellos aceptaron no invocar son los siguientes: un gobierno mundial que pudiera atribuir las partes de CO2 y de acciones que a cada cual les corresponde, una Naturaleza global capaz de acallar los desacuerdos y la Ciencia de la naturaleza, la cual, tampoco tiene la capacidad de establecer consensos. Los estudiantes también comprendieron que las Leyes del Mercado no pueden servir de Globo capaz de imponer decretos a los partícipes de la economía.

Si alguno de estos entes funcionara con leyes inquebrantables, habría sido apolítico, ya que se habría mantenido la ficción de un árbitro al que se recurre para poner fin a los desacuerdos. “No habría hecho falta invención política alguna. No habría habido cosa alguna constituyente” (p. 542). Lo que torna realista la simulación es que, a falta de un exterior soberano, cada una de las partes se sabía sola.

Para otorgar verosimilitud a este interior sin exterior, se establecieron delegaciones no estatales. Es decir, otras potencias con otros intereses y territorios que ejercen una presión continúa sobre los tradicionales estados-nación. Estas delegaciones representaban los intereses de la “Tierra”, del “Suelo”, de la “Atmósfera”, del “Océano”, y el punto decisivo de su acción es la repolitización de la negociación, lo que impedía la formación de coaliciones a espaldas de los otros. Era importante que estas delegaciones se presentaran de la misma manera que los estados.

Antes de este ejercicio, los intereses de la “Tierra”, del “Suelo”, de la “Atmósfera”, del “Océano” aparecían únicamente como datos inanimados que trazaban el cuadro en donde operaban las delegaciones estatales: “todavía estábamos en el Holoceno” (p. 545). “Todo cambia cuando uno atribuye a las posibilidades de actuar una figuración compatible con las de otras posibilidades de actuar. Entonces, la redistribución puede comenzar” (p. 546). Si se aceptara que el territorio no es un segmento bidimensional de capas, sino aquello de lo que uno depende para subsistir y está dispuesto a defender, la dramatización, incluso ficticia, cambia el guión.

La duda sobre la representación sólo aparece cuando nos oponemos a lo que dice un representante electivo. El Nuevo Régimen Climático nos recuerda que el principio mismo de la representación también se pone en tela de juicio, y no solo la calidad de la representación.

No sorprende que este principio de representación haya sido desarrollado por los científicos. En cierto modo, son los investigadores quienes politizaron estas cuestiones sociales al representarlas en las viejas cuestiones de la democracia.

En la simulación, todos integraron a los científicos en su delegación, pero únicamente como portavoces agregados a los otros. Las ciencias no estaban por encima ni fuera del juego, lo que constituía otra innovación muy astuta. Sin poner en duda la objetividad, sino tan solo su unificación, la Ciencia no estaba ahí para dictar el camino de la negociación. “Esta primera asamblea posnatural también fue una asamblea postepistemológica” (p. 549).

Esta distribución de las cienciasno debilita su autoridad, sino más bien, procura lugares decisivos para los investigadores, quienes se encuentran en todas partes. Desde su conocimiento situado (mucho más realista que el conocimiento desde Ninguna parte o que pretende estar por encima de las partes), los científicos se vuelven capaces de defender la originalidad, la potencia y los intereses de quienes son portavoces.

Así, era importante que ninguna delegación tomara el papel de La Naturaleza en su globalidad. Políticamente, era esencial no tomar a Gaia por un Sistema unificado. A partir de este momento empezamos a definir alianzas, rivalidades y territorios en lucha.

El pluralismo de las delegaciones permite contraponer territorios (y no estados-nación) así como percibir el conflicto entre los distintos intereses. Entre más intereses se sumen, más difícil es la redistribución de las tierras.

Sin embargo, si los creadores hubieran limitado a las delegaciones a representar objetos “materiales” se hubiera reproducido el dualismo Naturaleza/Cultura, lo cual hubiera entumecido la discusión. De allí la importancia de delegaciones no estatales que no se definen como herederas de estos objetos; así, la simulación incluyó la participación de “Ciudades”, “Pueblos Originarios” y “Organizaciones No Gubernamentales (ONG)”. Su aporte no es la “preocupación por la naturaleza”, sino un peso contra los intereses de los países, quienes siguen creyéndose únicos depositarios de sus territorios.

La simulación seguía siendo insuficientemente realista. Se debía incluir también a las potencias que a menudo actúan de manera oscura o distorsionada y que manipulan a los estados. Así, se decidió integrar, en condiciones de plena soberanía, a las delegaciones “Potencias Económicas”, “Organismos Internacionales” y “Activos abandonados del petróleo”. Lo innovador de esta acción radica en que, en la verdadera COP, estos intereses se manifiestan afuera, en forma de lobbying, de comunicación o de eventos laterales -side events. Al eliminar este exterior, Les Amandiers lograron reunir en un espacio la presión de todos los “parte-tomantes”.

La regla de composición es la siguiente: cada vez que un problema se plantee como transversal, se buscará incluirlo en la simulación y las delegaciones actuarán explicitando sobre qué territorios se encuentran y cuáles son sus intereses, objetivos de guerra, amigos y enemigos. Este problema de repartición de las luces permitió a los estudiantes darse cuenta que ya estaban en estado de guerra y que la negociación no era simplemente un reparto de cuotas de CO2. Esto cambia el equilibrio de poderes. “Imaginen cómo se agita este equilibrio cuando las ´Ciudades´ y los ´Suelos´se ponen a exigir lo que se les debe (...)” (p.557).

La simulación nos permitió darnos cuenta que hay dos direcciones posibles para gobernar en tiempos de mutación ecológica: hacia arriba o hacia abajo. Hacia arriba, apelando al estado de naturaleza como un principio superior común; o, hacia abajo, aceptando que no existe árbitro soberano y, por tanto, tratando con el mismo nivel de soberanía a todas las partes. Mientras la primera dirección es utópica, la segunda permite repolitizar la negociación desde la pertenencia a un territorio.

El realismo de Gaia-política permite, en lugar de pedir a las partes que abandonen su egoísmo, que lo definan de otra manera, en términos de qué territorio se trata de defender. Esta es la innovación más importante de la simulación de mayo. Incluir todos los intereses significa su modificación al final de la negociación.

Para que la simulación de Les Amandiers permitiera instaurar a Gaia, esta debía cumplir dos objetivos que los creadores no lograron alcanzar. El primero es que las delegaciones visualizaran las nuevas formas de soberanía interpuestas que se encontraban explorando. El segundo es la redefinición de la soberanía de los estados-nación a vista de las otras delegaciones. Estas dos tareas son necesarias para aspirar al nuevo nomos de la Tierra.

La teoría de Gaia pone en entredicho la distinción entre un organismo y su ambiente, así como la delimitación de los intereses de los primeros. Este mismo problema de cálculo lo encontramos con las Grandes Potencias. La noción de límite o de cálculo está presente tanto en los genes como en los estados. “Trazar límites para los intereses es la acción más directamente política que pueda haber” (p. 560). De esta manera, para recuperar el mundo común, la solución no es apelar a la Totalidad, sino representar de diferente forma el territorio al que pertenecemos. En términos de geopolítica: “visualizar sobre el mismo suelo varias autoridades superpuestas” (p. 562).

En cuanto a los no-humanos, su representación por parte de los humanos es necesaria para personificar, autorizar y representar sus intereses. Se debe trazar una continuidad a las posibilidades de actuar. El agua de acuífero de Valle Central gana o pierde propiedades según se le asocie a otras posibilidades de actuar. El agua no está apropiada, es, hasta cierto punto, rechazada, desanimada y desvanecida: utópica.

En ello resuena el término de inmanentización, es decir, escapar a la inmanencia y a la trascendencia a través de la apelación a cada uno de estos conceptos al hablar del otro. Esta mezcla es la que le da a los humanos la impresión de recibir un bien infinito por un tiempo infinito, que, al mismo tiempo, va a desaparecer. El “buen gobierno” del agua, de los suelos, del aire, de las ciudades o de las economías requiere un gobierno representativo al que se le pueda hablar de frente.

El problema de las “cuestiones ecológicas” es que los objetos de los que se habla (agua, suelo, aire, seres vivos) parecen estar en un tiempo y espacio distinto de quienes hacen de ellos su marco de acción. Es necesario trazar sus límites, pero no desde el exterior (Leyes de la Naturaleza), sino que estos deben ser decididos desde dentro de los pueblos mismos. “Sin decisión, lo sabemos, no hay cuerpo político ni autonomía” (p. 567). He allí el interés de nociones inventadas como Antropoceno, “límites planetarios” o “zonas críticas”. Su objetivo es geotrazar el espacio de manera que volvamos a pertenecer al suelo.

La crisis de representación que experimentamos no deviene únicamente en la incorrecta representación de las cosas que nos conciernen, sino también porque los mapas de dos dimensiones con fronteras delimitadas restringen nuestra imaginación. Nos falta una geografía de los territorios discontinuos y sobrepuestos. “Algo como un mapa geológico con su visión en tres dimensiones, sus múltiples capas encastradas las unas en las otras, sus dislocaciones, sus rupturas, sus reptaciones, toda esa complejidad que los geólogos han sabido dominar para la larga historia de los suelos y de las rocas, pero de la que la infortunada geopolítica sigue estando desprovista” (p. 569).

Es como si cada bucle, que representa las respuestas de un agente externo a la acción humana, debiera ser trazado colectivamente. Esta reactividad ha sacudido al concepto de “territorio”. Ya no es la apropiación del suelo, sino más bien la reapropiación de los títulos humanos de la por la Tierra misma. Debemos trazar y retrazar los bucles por todos los medios posibles o estaremos despojados de suelo sobre el cual establecernos.

Los creadores de la simulación imaginaron una última escena en la que reunían a los dos delegados que representaban a los gobiernos de los estados-nación. Esta asamblea no tendría como propósito decidir sobre las discusiones de las otras delegaciones, sino decidir las formas de materializar tales negociaciones. Esta innovación habría dado un vuelco al sentido de la soberanía. En lugar de ocupar todo el lugar, los estados se transformarían en facilitadores. Su única competencia sería concebir, firmar y mantener acuerdos internacionales. Habríamos presenciado el surgimiento de una sociedad civil de los territorios en lucha con el estado a su servicio y no a su mando.

¿Esto habría reducido el estado? No necesariamente. Más bien, se le habría liberado de la tarea imposible de mantener un territorio bajo todas las superposiciones, tarea que ya no tiene sentido en la época de la mutación ecológica. Si tan solo se pudiera prescindir de los estados que monopolizan el poder sobre un territorio a un orden constitucional en donde las delegaciones ejercieran contra-poderes.

La soberanía moderna del estado comenzó por la necesidad de encontrar una solución al doble poder de la religión y la política. Desde ese momento, el estado se ahoga al tratar de hacerse cargo de la Tierra entera. Bajo la autoridad de la economía, el estado perdió la capacidad de asegurar la defensa de sus súbditos. La globalización significa que ya nadie sabe dónde habitar. “En la época del Antropoceno, el Estado soberano está herido de obsolescencia, hasta el momento en que la mundialización planetaria se convierte literalmente, y ya no figurativamente, en el planeta” (p. 574).

Será indispensable rearticular lo que conocemos por soberanía. Redistribuir este concepto e incluir en él a los antiguos estados de la naturaleza y a lo que equivocadamente se llama fuerzas supranacionales, que finalmente ocupan un territorio. Para gobernar offshore, hay que redefinir los límites de la soberanía.

Precisamente en este punto habría intervenido la figura de Gaia. No para reinar sobre los estados, sino como aquello que exige que la soberanía sea compartida. Pero Gaia no es la Naturaleza, “Gaia son los avatares localizados, históricos y profanos de la Naturaleza” (p. 576). Gaia no promete paz o estabilidad.

A diferencia de la antigua Naturaleza, Gaia no es un objeto inerte del cual uno puede apropiarse, ni tampoco un árbitro superior ante el cual redimirse. La nueva geopolítica debe tomar en cuenta que los Terrestres están unidos a Gaia de una manera muy distinta a su unión con la Naturaleza. Gaia no es indiferente a nuestras acciones y lo sabemos.

La Naturaleza podía reinar sobre los humanos como un poder religioso al cual había que rendir culto, pero Gaia ordena compartir el poder como poderes profanos y no religiosos. Gaia recuerda las tradiciones más modestas de un cuerpo político que reconoce la necesaria acotación de la Tierra. Esto no significa que los humanos deban sentir culpa, sino que deben volverse capaces de responder.

Esto es lo que nos permitirá entender por fin la metáfora de los bucles y la noción inestable de cibernética. Todo depende de lo que se entienda por responder a comandos. Todo lo que reacciona a nuestras acciones bien puede ser tratado como predicción de un sistema cibernético (en el sentido técnico) o como agentes con su propia voz. Cuando escuchamos en las noticias que tal o cual objeto o ser (océanos, capa de hielo, microorganismos) respondió a la actividad humana de cierta manera, ¿naturalizamos cada vez más un sistema o hacemos de ello un cuerpo político a componer? Deberíamos de ser capaces de captar la animación propia de la Tierra, pensarla como una extensión a la política. Los humanos no somos los únicos “animales políticos”.

Gaia no poseen la cualidad de la res publica del estado. Pertenecen tanto al estado como al estado de Naturaleza. Ante Gaia buscamos la emancipación, su poder es totalmente político ya que invierte todas las reivindicaciones legales de ocupar y poseer un suelo. Nos hace entender que no estamos solo en los comandos, sino que alguien más nos ha precedido. [En el texto en español se usa Gaia en singular y en plural de manera alternativa; no hallamos explicación a dicho cambio]

Gaia no poseen soberanía, sino más bien lo que los romanos llamaban majestad. Podemos dirigirnos a ellas como nuevas entidades políticas. Vivir en la época del Antropoceno es aceptar la limitación de poderes en beneficio de Gaia, “consideradas como la agregación profana de todos los agentes reconocidos gracias al trazado de los circuitos de retroacción” (p. 582).

Ante la imposibilidad de colocar de nuevo el ius publicum bajo el nombre de la Madre Tierra, un jus publicum tellurius, aún por inventar, se aproxima. “En el fondo, el enfrentamiento se resume en esto: extender la hegemonía de los Estados-nación sobre la Tierra dando a los modernos un nuevo horizonte de dominio (...) o aceptar prosternarse ante la majestad de Gaia, haciendo de la distribución de las posibilidades de actuar la cuestión política por excelencia” (p. 584).

El resultado de este combate depende de la manera en la que nos volvamos capaces de asumir la herencia de la religión. Tanto la “secularización” como el modernismo nos han situado en un tiempo imposible, uno sin pasado y que arroja a un futuro sin porvenir.

Si nos perdemos esa bifurcación, perderemos la materialidad, lo terrestre, lo ordinario y nos encontramos metidos en guerras infinitas por los fundamentos utópicos de la existencia. Para limitar esas guerras, se debe aceptar que la composición del mundo común no ha terminado, y que, en contraste, la política, la ciencia y las religiones son finitos.

Sin embargo, para dejar de lado las religiones no es suficiente “secularizar”. La única solución es retomar desde cero lo que significa la expresión “contra”-religión. La cuestión religiosa siempre está detrás de los asuntos de lo infinito, la finitud, los fines, entre otros. “Para encontrarle sentido a la cuestión de la emancipación, es del infinito de lo que hay que emanciparse” (p. 586).

El único medio es tomarse en serio la dimensión apocalíptica; aprender a vivir el tiempo del fin, pero sin caer en la utopía que nos proyecta al más allá, y que nos ha hecho perder el aquí abajo. Vivir en el tiempo del fin es aceptar la finitud del tiempo y terminar con la negligencia. El tiempo del fin no es la imagen del Globo Final que pone fin al sentido de la existencia, es más bien una nueva línea trazada en el interior de todas las otras líneas. Es el mismo mundo pero bajo una manera radicalmente nueva/em>.

Esta torsión en el flujo del tiempo se ha metamorfoseado en escapada fuera del tiempo, en un salto a la eternidad. Como si no fuese suficiente con la calamidad de lo natural, la religión erigió un dominio para lo sobre-natural. Esta idea de la creación como alternativa de la Naturaleza permitía asegurar el poder de conversión hasta el cosmos entero. La diferencia de la Creación con la Naturaleza es que esta primera contiene agentes sobreanimados y que se rige por un Gran Designio providencial. “Precisamente porque Gaia ofrece tales figuras profanas, mundanas, terrestres, es posible que la dinámica de la Encarnación recobre el impulso en un espacio liberado de los límites de la Naturaleza” (p. 589).

Los teólogos han olvidado que otra acepción de la palabra “ecología” podría ser oikos logou, o la Casa del Logos. Ese Logos que, como dice Juan, tiene “muchas moradas”. Para estar ocupados y preocupados por la Tierra hay que habitar todas esas moradas al mismo tiempo. La religión debe devolver un sentido a la noción de límite.

Ya para terminar, esbozaré todo lo que he dicho de Gaia; sin embargo, la partida no está terminada. Gaia no es el Globo, ni una figura global, sino la imposibilidad de ceñirse a la figura del Globo. Ella obliga a replantearnos la manera de estar presentes y exige que las ciencias digan dónde se sitúan y habitan. Ella desconfía del paganismo, pero también del Dios trascendente. Gaia elimina la utopía y la ucronía ya que acoge el presente y representa la finitud. Lejos de ser el globo, Gaia es la espina que desinfla todos los globos.

Vamos a tener que redibujar por entero los mapas que nos sitúan al centro con la Naturaleza circundante. Tendremos que absorber las “tierras recién descubiertas que obligan a salir completamente de la Naturaleza y de la Humanidad, redistribuyendo las ciencias, la religión, la política, en una palabra, redibujando la totalidad de nuestra cosmología” (p. 596). Es “el descubrimiento de una Tierra Nueva considerada en su intensidad y ya no en su extensión” (p. 596). Es la obligación de reaprender a habitar el Antiguo Mundo, a tomar la tierra nuestra.

Los Terrestres deben ser conscientes de sus límites. En esta tarea, están obligados a reconocer la finitud del espacio. La geohistoria requiere un cambio en lo que significa apropiar un espacio. En Gaia misma podemos descubrir los “cuatro planetas” necesarios para nuestro progreso y desarrollo: “dentro de las fronteras planetarias, envueltos en sus mundos múltiples, y porque aprenderemos a mantener nuestra actividad dentro de los límites voluntaria y políticamente decididos” (p. 599).

“Lo que la máxima Plus intra designa es también, en cierto modo, un camino para el progreso y la invención, un camino que liga la historia natural del planeta con la historia sagrada de la Encarnación, y con la revuelta de aquellos que van a aprender a no quedarse nunca más tranquilos so pretexto de que habría que obedecer a las leyes de naturaleza” (p. 599).

Nexo con el tema que estudiamos: 

La reflexión en torno a lo que conocemos como "Naturaleza" es la base de la ecología y los estudios ambientales. La obra de Bruno Latour abona a este entendimiento y ofrece alternativas al paradigma dominante de este concepto. Adoptar la noción de Gaia como reemplazo a "Naturaleza" no solo conllevaría una transformación ontológica radical, sino también una transformación en la política de la relación de los humanos con la dimensión material de nuestra existencia.

En estas charlas recurre a la transdisciplina, a resituar las ciencias y a la crítica de las dicotomías de la modernidad.