Pueblos y movimientos en el torbellino sistémico

Pueblos y movimientos en el torbellino sistémico
Raúl Zibechi*



Estamos navegando por mares
de los que no hay mapas.

Immanuel Wallerstein

    Una de las características de la transición sistémica en curso es la dificultad para encontrar brújulas que puedan orientarnos colectivamente en medio de las turbulencias dominantes. Desde una mirada anclada en los movimientos sociales latinoamericanos y, particularmente, en los pueblos en movimiento (pueblos originarios, negros y mestizos, campesinos y periferias urbanas), sería necesario reconocer que no contamos con rumbos ciertos, por lo inédito de esta transición y porque los puntos de referencia anteriores (estados-nación, partidos de izquierda y aún los propios movimientos) muestran signos claros de agotamiento.

    Como señaló de manera reiterada Immanuel Wallerstein, en Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos, el período comprendido entre 1990 y 2025/2050 será de poca paz, poca estabilidad y poca legitimación. Pese a haber sido escrito en 1994, el citado trabajo tiene rigurosa actualidad. Sostiene que los períodos en los cuales una potencia se considera hegemónica son fugaces: Estados Unidos lo consiguió durante 25 años en la segunda mitad del siglo XX. En aquellos años, empero, consideraba que sólo Japón y Unión Europea estaban en condiciones de heredar la hegemonía estadounidense ya en declive. El abrupto cambio en el escenario geopolítico que supuso el rápido ascenso de China, sólo visible luego de la crisis financiera y bancaria de 2008, desencajó a todos los actores, y muy en particular a la mayor potencia.

    A partir de estas constataciones, bastante generales y no definitivas, Wallerstein destaca ocho diferencias notables en comparación con el período de los treinta gloriosos años de prosperidad global (1945/1968). La primera es que ya no existe un mundo unipolar sino bipolar; la segunda es la concentración de las inversiones en unos pocos países. En el período de la hegemonía estadounidense el Sur se benefició de la expansión de la economía-mundo, “al menos de sus migajas”, pero en adelante recibe casi nada. La tercera diferencia es la demografía, que se resume en una masiva migración del Sur al Norte, con la posibilidad de que los migrantes de origen “sureño” alcancen a ser la mitad de la población de Estados Unidos y Europa occidental. La cuarta es el empobrecimiento de las capas medias que fueron “un pilar importante para la estabilidad de los sistemas políticos”, cuyos niveles de vida serán erosionados por la inflación y el deterioro de los servicios públicos.

    La quinta diferencia radica en los límites ecológicos del crecimiento económico, lo que puede conducir al “aborto de la expansión, con el consiguiente colapso político del sistema-mundo”. La sexta consiste en la dificultad de la economía capitalista para expandirse a nuevas zonas geográficas, lo que redunda en una caída de la tasa de ganancia y la acumulación de capital. La séptima es la incapacidad de ocupar (política y económicamente) al creciente contingente de cuadros del Sur, que antes estuvieron dedicados a la lucha por la descolonización, situación por la que pasan los millones que no puedan emigrar al Norte.

    Por último, establece Wallerstein que la “más seria diferencia entre la última fase A de Kondratieff y la próxima es puramente política: el ascenso de la democratización y el declive del liberalismo”, proyecto político e ideológico inventado para contener a las clases peligrosas. Cerrados los caminos ascendentes para las mayorías pobres (pero cada vez más educadas del Sur), limitado el reformismo con base estatal, el resultado es que “las clases peligrosas vuelven a serlo”. La tendencia al caos sistémico se incrementará por estos motivos, lo que conducirá a “la ampliación de las fluctuaciones en el sistema, con efecto acumulativo”.

    Sin embargo, pese a lo acertado de su diagnóstico creo que el sociólogo estadounidense no contempló suficientemente el peso del racismo y del machismo en esta transición. En efecto, no estamos ante una transición hegemónica más, como suelen sugerir tanto Wallerstein como Giovanni Arrighi y Berverly Silver en su monumental trabajo sobre cinco siglos de transiciones hegemónicas en Caos y orden en el sistema-mundo moderno. Es la primera vez que asistimos al ascenso de Asia Pacífico, o sea, de otras culturas y cosmovisiones, de otra civilización y de otro color de piel ¿Podrán las élites occidentales aceptar ser sobrepasadas por naciones que antes fueron dominadas por ellas, como parte de las guerras de conquista en las que cobró forma el capitalismo? Considero que la unidad que están soldando las clases dominantes europeas y estadunidenses tiene mucha relación con el neo-colonialismo y el racismo que ordenan sus mundos, con una clara conciencia de sus privilegios de clase fundados en el color de piel, lo que Aníbal Quijano denominó “colonialidad del poder”.

    Del mismo modo, podemos decir que los movimientos anti-patriarcales están generando un doble fenómeno contradictorio, típico de los períodos de crisis civilizatoria y de bifurcaciones sistémicas: la crisis del patriarcado afecta no sólo a las estructuras tradicionales (como las iglesias), sino también a las izquierdas y a los movimientos, ya que amplias camadas de la población rechazan sumarse a partidos y organizaciones formateadas en torno a caudillismos o, simplemente, participar en estructuras verticales. Pero, en paralelo, asistimos a una reacción brutal que propone una reconfiguración extrema del patriarcado; proceso visible en la militarización de nuestras sociedades, en el ascenso de las extremas derechas y, sobre todo, en la paramilitarización propiciada por el narcotráfico y las nuevas economías ilegales que, en su conjunto, encarnan un neo-patriarcado, más jerárquico y brutal, modelado por la violencia dura y pura.

    Si colocamos el foco en los modos como se organizan y en las prácticas de estos grupos, podemos observar una disposición sumamente jerárquica, la consolidación de formas mucho más verticales que las del patriarcado en crisis, sin siquiera reglas que permitan regular los estilos autoritarios de los jefes narcos y paramilitares. Hemos asumido, como pensadores críticos y aliados del feminismo, que la crisis del patriarcado es un proceso casi lineal que llevaría a su desaparición, sin considerar que siempre hay resistencias y represalias o venganzas. Este modo simplista de pensar también nos afecta cuando abordamos el colonialismo y el racismo, así como la crisis del capitalismo y del sistema-mundo.

    Lo cierto es que las clases dominantes aprendieron a ensuciar el juego, enturbiar las aguas para seguir siendo dominantes. Toda una panoplia de políticas –que van desde la cooptación de los movimientos hasta la creación de movimientos falsos copiados de los reales, incluyendo revoluciones de colores y la supuesta defensa de las diversidades sexuales y de colores de piel–, están siendo puestas al servicio de la dominación. Podemos intuir, sin datos fehacientes, que el apoyo real del Pentágono a las mafias narco-paramilitares es el modo de fomentar un nuevo patriarcado, mientras ofrecen en paralelo altos cargos a generales mujeres, como sucede con la jefatura del Comando Sur.

    La tercera cuestión es que no estamos sólo ante una transición sistémica sino también ante una crisis civilizatoria, o sea ante la crisis de la civilización moderna/occidental/capitalista/colonial/patriarcal. Sin embargo, surgen preguntas para las que no tenemos respuestas sencillas: el colapso del que tanto hablamos ¿es un colapso civilizatorio o sistémico? ¿o ambos, interrelacionados? Lo que podemos intuir, porque reitero que no tenemos ante nosotros brújulas orientadoras, es que al estar inmersos en las crisis, al formar parte de ellas, nuestra claridad analítica sufre de falta de distancia y de precedentes históricos; sin embargo, podemos tomar la actividad de los movimientos anti-sistémicos como inspiración y referencia.

    La principal diferencia con transiciones anteriores, creo que es la que señalan Arrighi y Silver, en el sentido de que “en las anteriores crisis hegemónicas la intensificación de la rivalidad entre las grandes potencias precedió y configuró de arriba abajo la intensificación del conflicto social”. Por el contrario, en la crisis de la hegemonía estadounidense el conflicto social precedió y configuró enteramente la rivalidad entre potencias. Aseguran que estamos ante una aceleración de la historia social en cuanto a las relaciones entre conflicto social y competencia interempresarial: “mientras que en las anteriores crisis hegemónicas el primero siguió la pauta marcada por la intensificación de la segunda, en la crisis hegemónica estadounidense una oleada de militancia obrera precedió a la crisis del fordismo y la configuró”.

    Lo que están diciendo es que las clases peligrosas, los pueblos originarios y negros, los campesinos y los habitantes de las periferias urbanas, se han convertido en un factor estructural por primera vez en la historia de capitalismo, siendo por tanto un elemento clave en la evolución de su crisis. Esta diferencia con las transiciones anteriores, resulta a la vez esperanzadora y aterradora.

    La esperanza consiste en que ahora el futuro será delineado en gran medida por las y los de abajo; que ya no serán sólo pueblos que acompañan a los de arriba, como sucedió durante las guerras de independencia latinoamericanas. En ese período, los pueblos originarios y negros lucharon junto a los criollos contra el colonialismo español, pero una vez que éstos consiguieron sus objetivos y se hicieron con el poder, fundaron estados neocoloniales y se lanzaron contra los mismos pueblos que habían dado sus vidas en las grandes batallas por las independencias.

    Es un futuro amenazante, porque las clases dominantes del Norte y del Sur trabajan unidas para mantener sus privilegios, con plena conciencia de que la potencia de los pueblos puede crearles graves problemas de gobernabilidad y, de modo muy particular, puede afectar la legitimidad de su dominación. La ferocidad que las elites están mostrando en todo el mundo, la indiferencia con la que asisten a las violencias que sufren los pueblos, son señales de alerta en el sentido de no repetir situaciones como las guerras centroamericanas que se saldaron con genocidios, de modo muy particular en Guatemala.

    Intensificación del militarismo y de la acumulación por desposesión

    Antes que se complete la transición hacia la hegemonía asiática, asistiremos a un período más caótico aún, con la proliferación de guerras interestatales pero a su vez con la intensificación de la rapiña o acumulación por desposesión. La tónica de los próximos años no puede ser otra que el crecimiento de la inestabilidad y de los cambios repentinos en las alianzas internacionales.

    A escala global los cambios geopolíticos enseñan el predominio de virajes rápidos e impredecibles, en particular desde que comenzó la invasión de Ucrania por Rusia. Según el Laboratorio de Anticipación Política, un think tank europeo con sede en Francia, “el corazón del poder mundial sigue desplazándose de Occidente a Oriente”. El Boletín número 170 de dicho Laboratorio destaca la inversión de roles entre las dos principales potencias, al asegurar que “resulta sorprendente comprobar que China despliega una política digna de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial y su Plan Marshall, mientras que Estados Unidos se apropia de la estrategia de Deng Xiaoping de apertura y desarrollo de China en los años setenta”.

    Los cambios en las alianzas son por el momento el aspecto más significativo de la inestabilidad en las relaciones internacionales. Uno de los hechos más notables, junto a la pérdida de autonomía estratégica de Europa, por su sumisión a Washington, es el viraje experimentado por Arabia Saudí. Aunque comenzó mucho antes, la visita de Xi Jinping a Riad, en diciembre de 2022, selló la alianza sino-saudí. Además, el presidente chino participó en la Cumbre del consejo de cooperación del Golfo (ccg), como parte de una amplia cumbre China-Estados Árabes. Según el análisis del influyente Asia Times, “la lujosa recepción de Riad para Xi contrastó con la recepción más silenciosa del presidente Biden”.

    Debemos recordar, apoyándonos en el tiempo largo, que desde la reunión a bordo del crucero Quincy entre Franklin Roosevelt y el rey Saud, el 14 de febrero de 1945 a su regreso de la Conferencia de Yalta, Estados Unidos tuvo un acceso preferencial –tanto en cantidad como en precio– a las mayores reservas petroleras del mundo, lo que contribuyó a cimentar su hegemonía económica, ya que ningún país del mundo podía obtener tales ventajas. De ese modo, Estados Unidos obtuvo la concesión para operar en 1.5 millones de kilómetros cuadrados de suelo saudí, país que se benefició también del paraguas de seguridad que le otorgaba la superpotencia. Con razón, The New York Times publicó: “sólo los enormes yacimientos de petróleo de Arabia Saudita hacen a ese país más importante para la diplomacia estadunidense que cualquier otra nación”.

    En los últimos años las cosas han cambiado radicalmente. Alrededor de 78% de las exportaciones de crudo saudí se dirigieron a Asia en 2021, al igual que casi todas las exportaciones de crudo de Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos. China absorbe una cuarta parte de las exportaciones de crudo saudita y la mitad del crudo de Oriente Medio. En contraste, desde 2012 Estados Unidos recibió solo 5% del crudo saudí. Así como Beijing depende de la energía del Golfo Pérsico, Irak y Arabia Saudí se han convertido en dos de sus socios energéticos más importantes en la Iniciativa de la franja y la ruta de China.

    Además de la economía, la política de Washington enerva al mundo árabe, receloso por el apoyo que dio a la Primavera árabe y sus políticas que consideran erráticas. Para la monarquía saudí será difícil olvidar la burla de Biden durante la campaña presidencial, cuando prometió convertir al régimen saudí en un “paria” por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi; palabras que deben haber causado un duro impacto en el príncipe heredero Mohammed bin Salman.

    El analista David Goldman de Asia Times, sostiene que “sin atribuir ninguna intención geopolítica a Beijing, los hechos visibles dejan claro que China tiene la capacidad de ejercer una influencia estratégica en Oriente Medio, y tiene un interés inequívoco en mantener la estabilidad”. En efecto, para muchos países el atractivo de China radica en su apoyo a las inversiones en infraestructura, que empatan con la propuesta de largo plazo de la Visión Saudita 2030 del príncipe heredero; mientras que Estados Unidos “está demasiado centrado en asegurar sus intereses en la región y no tiene ganas de invertir, construir o desarrollar”, según análisis editorial del South China Morning Post.

    Durante la visita del presidente chino se firmaron acuerdos de desarrollo por 30 mil millones de dólares. China apoya la construcción de un enorme centro de fabricación en King Salman Energy Park, que implicará la presencia continua de un número significativo de personal chino en Arabia Saudí; no solo aquellos directamente relacionados con las actividades petroquímicas y de hidrocarburos, sino también “un pequeño ejército de personal de seguridad para garantizar la seguridad de las inversiones de China,” sostiene World Energy Trade.

    Mientras el Dragón impulsa un tránsito pacífico de la hegemonía estadounidense hacia la china, que activa la multipolaridad como eje de las nuevas relaciones internacionales, la política de Washington aparece demasiado centrada en las guerras que proyecta el Pentágono para sostener la primacía de la superpotencia. En el mismo sentido, aunque empuñando otras armas, actúan las corporaciones transnacionales del Norte al afianzar el modelo extractivista que reduce a las naciones del Sur a la condición de exportadoras de commodities con bajo valor agregado, lo que supone la reproducción de los modos coloniales que tanto rechazo provocaron en el Tercer mundo.

    En la escala local, esto se traduce en la depredación del ambiente y la completa destrucción de la soberanía y la autonomía alimentaria de los pueblos por la intensificación del modelo, que es la manera como se presenta la “cuarta guerra mundial”, como la denominan los zapatistas, en los territorios habitados por campesinos, pueblos originarios y negros.

    El caso de Brasil es elocuente. En casi medio siglo, entre 1974 y 2020, los datos oficiales sostienen que el área sembrada con soja creció 623%, en tanto la de arroz disminuyó 64% y la de frijol un 37%, siendo éstos los alimentos que consume el pueblo brasileño. La diferencia principal es cualitativa: el agronegocio exportador siembra soja, mientras el arroz y el frijol van destinados al mercado interno y son cultivados por campesinos y pequeños y medianos agricultores. En 2020, casi la mitad de todo el crédito destinado a cultivos en Brasil fue a parar a los sojeros, en tanto el arroz recibió sólo 2.9% del crédito del sector y el frijol 1%. El informe de Outras Palabras concluye: “parte considerable del uso agrícola del territorio brasileño acaba siendo controlado por grandes productores y especuladores, cuyo objetivo consiste en producir commodities agrícolas para la exportación”.

    Esta realidad genera un desorden en la producción de alimentos que perjudica a los sectores populares, por su impacto negativo en la alimentación. Las investigaciones realizadas en los municipios con elevada producción de soja, revelan que en ellos “se registra un crecimiento de las desigualdades socioespaciales, ya que las ganancias generadas por las commodities quedan concentradas en pocos y su destino se encuentra fuera de la región, a menudo en otros países”.

    Mientras 70% de la producción de soja es exportada, en el país permanecen la devastación ambiental, la crisis alimentaria y el desempleo. Brasil es el mayor productor y exportador mundial de granos, que son utilizados para la producción de ración animal, pero es a la vez el campeón mundial de la desigualdad, que es el reverso de la moneda de la hegemonía del agronegocio. Sin embargo, con diferencias de matices sobre el tipo de commodities que se exportan, ésta es la realidad que sufren casi todos los países latinoamericanos.

    Sobrevivir el naufragio, transformándonos y transformando

    A las “clases peligrosas” organizadas en movimientos anti-sistémicos se les presentan desafíos inéditos, consecuencia de situaciones nunca antes vividas en las luchas de clases, feministas y populares del mundo. No pueden contar con libreto ni brújula, ya que la cultura política labrada a lo largo de su historia –digamos desde la revolución francesa– no es suficiente para abordar las crisis sistémica y la civilizatoria que se superponen y entrelazan.

    Es la experiencia acumulada en dos siglos de movimientos obreros, de izquierdas y de movimientos nacionalistas lo que la nueva realidad pone en cuestión. Se trataba de un tipo de formas de acción centradas en la demanda y la presión hacia el estado, en la conquista del poder estatal por la vía insurreccional o la electoral, lo que ha sido neutralizado en este período, en el cual el 1% ha conseguido secuestrar y blindar el sistema político y las instituciones estatales, convirtiéndolos en escudos de sus intereses. Pero, además y principalmente, entró en crisis un modo de organización jerarquizado y centralizado en el cual las decisiones se toman en las cúpulas –integradas en general por cuadros profesionales, de clases medias y altas, y varones blancos universitarios–, modo que facilita la cooptación de los dirigentes que más les convengan a las élites.

    Aunque ignoro las realidades del Sur global, en América Latina, desde la revolución mundial de 1968, el conflicto social comienza a apuntar en otras direcciones. Los movimientos de los pueblos originarios, negros y de las periferias urbanas ganan protagonismo en la mayoría de los países, al punto que dirigen las principales resistencias al neoliberalismo extractivista. La revuelta venezolana de 1989, el Caracazo, fue un parteaguas en toda la región, seguida por el protagonismo piquetero (trabajadores desocupados) en la crisis de 2001 en Argentina, por las guerras del agua y del gas en Bolivia (2000, 2003 y 2005), y de masivos levantamientos en Ecuador, Paraguay, Perú, Argentina y Bolivia, con la potencia suficiente como para destituir una decena larga de gobiernos neoliberales.

    En todas estas revueltas/rebeliones/levantamientos, el protagonismo de las organizaciones de la vieja política estadocéntrica (sindicatos y partidos de izquierda) fue marginal, cuando no estuvieron totalmente ausentes. Fue cobrando forma, al calor de estos protagonismos, un patrón de acción colectiva menos centralizado, a veces sin convocatoria explícita, con participantes dispersos en una infinidad de colectivos territoriales de base, minúsculos en ocasiones, pero con enorme capacidad de movilización en red cuando se producen situaciones de crisis profundas.

    Las corrientes que se orientan hacia la autonomía no dejan de expandirse desde los años noventa del siglo XX, cuando podemos situar su nacimiento al calor del alzamiento zapatista de 1994. Esta expansión no deriva de premisas ideológicas, ni siquiera de la simpatía con el zapatismo, sino en gran medida por haber experimentado los límites de los estados-nación a la hora de defender los derechos de los pueblos. Aún necesitamos trazar la cartografía continental de las autonomías en marcha, destacando su implantación territorial pero también sus diferencias, que no son menores.

    Un trabajo en esta dirección es el realizado por el geógrafo brasileño Fabio Alkmin, que consistió en relevar los protocolos de demarcación autónomos de tierras indígenas en la Amazonía Legal, ya que los gobiernos demoran mucho tiempo en realizarlas o simplemente no lo hacen, como obliga la Constitución. Un primer relevamiento, realizado en 2019, identificó 14 protocolos de demarcación. Tres años después, encontró un total de 26 protocolos, que abarcaban 64 pueblos indígenas diferentes y 48 territorios distintos. Contienen dos características comunes: 1) el modo como los pueblos buscan protegerse frente a la expansión de la minería y de las grandes obras de infraestructura, principalmente las usinas hidroeléctricas; 2) para la implementación de la demarcación de sus tierras, los pueblos crean guardias indígenas, una institución no formal de autodefensa con la que cuentan muchos pueblos que habitan América Latina. El siguiente mapa puede dar una idea de la magnitud de los estos territorios en proceso de demarcación autónoma.

    Mapa 1. Amazonia legal y tierras indígenas con protocolos autónomos de consulta septiembre de 2022

    Localización de las tierras indígenas que cuentan con protocolos autónomos de consulta. Los códigos QR dan acceso a las videograbaciones en las que las comunidades y organizaciones explican, con sus propias palabras, la importancia de estas construcciones para su autonomía y defensa territorial.
    Fuente: Observatório de protocolos de consulta; Fundação Nacional do Índio e Instituto Socioambiental. Compilación de datos y elaboración: Fábio Alkim


    Contamos además con dos Gobiernos territoriales autónomos de la Nación Wampis y de la Nación Awajún en el norte del Perú, el primero creado en 2015 por más de sesenta comunidades y el segundo nacido en 2021. Habría que sumar la amplia construcción de autonomías territoriales por nueve pueblos del Cauca colombiano (nasa, misak, kokonuko, yanacona, inga, esperara, pubenense, guambiano y totoró), cuyas realizaciones en el plano de la salud, la educación, la producción y la justicia propias, se distribuyen en medio millón de hectáreas, donde funcionan 115 cabildos que son modos de gobierno propio. En 2000 comenzó su andadura la Guardia indígena como modo de autodefensa ante las fuerzas estatales, paramilitares, narcotraficantes y guerrillas; proceso que desde 2015 siguen los pueblos negros y campesinos, creando la Guardia cimarrona y la Guardia campesina.

    Podría seguir mencionando los casos mapuche, tanto en el sur de Chile, donde han realizado 500 tomas de tierras desde el comienzo de la pandemia, como en Argentina; además del pueblo-nación aymara y algunos pueblos de tierras bajas en Bolivia, e infinidad de comunidades mayas en Guatemala. En otros países, como Argentina, Ecuador y varios de los mencionados, podemos detectar experiencias de autonomías territoriales en espacios no continuos; mientras en el Cauca, en zonas mapuche y en Chiapas los territorios autónomos tienden a conformar “continentes”.

    También se conocen procesos autonómicos en las ciudades, aunque en mucha menor proporción que las áreas rurales y las más de las veces de modo no declarado, quizá como forma de no llamar la atención de los aparatos estatales, siempre dispuestos a impedir su consolidación. En México conocemos los casos de Cherán y la Comunidad habitacional Acapatzingo en Iztapalapa, Ciudad de México, aunque seguramente existen otras experiencias menos visibles. En varias ciudades de Sudamérica levan vuelo micro experiencias de autonomía urbana, mediante la creación de huertas comunitarias, espacios de educación y apoyo escolar, pequeñas clínicas de salud y centros sociales y culturales.

    El Centro educativo y cultural Cama de Nubes cartografió más de 380 espacios político-culturales y educativos que se denominan comunitarios, okupados, independientes, autogestivos o autónomos en Ciudad de México. El número no es menor, si consideramos que los denominados centros culturales oficiales de la ciudad suman 246 en total; sin embargo, 50% de ellos (123) están concentrados en tres de las 16 alcaldías. En estos espacios miles de jóvenes practican modos no capitalistas de relacionarse como “economía solidaria, autogestión, apoyo mutuo, medicina tradicional o feminismo; impulsan talleres de educación popular, huertos urbanos, video comunitario, producción de chocolate artesanal o pan; se impulsan redes de consumo local, ferias multitrueque, monedas comunitarias, cafeterías o comedores populares, siembra en chinampas y un largo etcétera que incluye hasta una red de temazcales que se realizan en la ciudad”.

    Las ciencias sociales y el pensamiento crítico se han enfocado en las creaciones de los pueblos originarios, en parte por ser las más potentes y antiguas, influidas probablemente por el impacto del alzamiento zapatista. En los últimos años, desde la Minga Indígena de 2008 en Colombia y desde las manifestaciones de junio de 2013 en Brasil, los pueblos negros se movilizan de forma cada vez más autónoma, tomando rumbos propios, con base a sus quilombos o palenques, los modos de las autonomías territoriales de los pueblos negros.

    Aún nos falta mucho por investigar y por aprender de los movimientos sociales y de los pueblos en movimiento, pero podemos hacer algunas afirmaciones. Así como hay organizaciones que dejaron de lado la autonomía para subordinarse a los programas sociales de los gobiernos –sean progresistas o conservadores–, existen muchas organizaciones que siguen trabajando por la autonomía, aún cuando acepten programas de los gobiernos. Sólo una parte de los pueblos organizados y movilizados le apuestan a una autonomía completa, en alguna medida por enfrentarse a estados militaristas o mafiosos con los cuales no es posible mantener relaciones respetuosas.

    Hemos comprobado la existencia de “zonas grises”, cuando los movimientos aceptan programas sociales pero los gestionan ellos mismos, evitando que los gobiernos les dicten los modos de hacer, no alineándose con los estados y manteniendo un margen de acción y de iniciativa propias.

    La importancia que concedo al diverso y heterogéneo mundo de las autonomías es por la convicción de que el colapso sistémico, que va de la mano con la bifurcación en el sistema-mundo, sólo podrá ser afrontado y superado por aquellos colectivos humanos que hayan tomado la vida en sus manos, que no otra cosa es la autonomía. La dependencia de los de arriba, no puede asegurar la sobrevivencia porque sólo van a velar por ellos mismos cuando el colapso se haga realidad.

    Mirando el horizonte

    ¿Cómo podemos imaginar o proyectar la reproducción de la vida por los pueblos durante el fin del sistema-mundo capitalista y la crisis civilizatoria en curso? Como he mencionado líneas arriba, no contamos con una cultura política de nuevo tipo ni con organizaciones que nos orienten en estos difíciles tiempos. Los pueblos deben improvisar, pero con base a su propia historia.

    En Europa, la peste negra, en torno a 1348, se cobró la vida de casi dos tercios de la población en apenas cuatro años, creando las condiciones sociales y culturales para el despegue del capitalismo. En América Latina, los pueblos originarios enfrentaron la catástrofe de la conquista con el consiguiente colapso demográfico, cultural y político que hizo que demoraran más de un siglo en reponerse. También contamos con la terrible historia de la esclavitud, cuando millones de africanos fueron arrancados de su continente y esclavizados en las Américas. Son cinco siglos de guerra de los de arriba contra los pueblos, plagados de masacres, genocidios y humillaciones sin fin, que incluyen dictaduras con cientos de miles de asesinados y desaparecidos, políticas de “tierra arrasada” como la que realizaron los militares en Guatemala en la década de 1980.

    Este conjunto de experiencias, que en varias ocasiones colocaron a los pueblos ante el abismo de la extinción, son las que ellos mismos están actualizando, en todo el continente, para enfrentar los nuevos desafíos. Resisten inspirándose en las gestas del nasa Manuel Quintín Lame; de los mapuche Lautaro y Pelentaro; del maya Jacinto Kanek; de Zumbí y Dandara de Palmares; de Tereza de Beguela, de tantas figuras de nuestros pueblos que dieron sus vidas por algo tan sencillo, pero decisivo, como seguir siendo pueblos.

    A través de esas voces, los pueblos están aprendiendo de sus historias, de sus resistencias, pero también de sus fracasos y derrotas. Han decidido resistir y construir el mundo que desean, o si se prefiere construyen mundos otros mientras resisten, como forma de re-existir comunitariamente, de forma no centralizada ni unificada, como sucedía en el período anterior con resultados poco favorables.

    Hace ya tres décadas, Wallerstein se preguntaba “si surgirá una nueva familia de movimientos antisistémicos, con una nueva estrategia, suficientemente fuerte y flexible como para conseguir un impacto en el período 2000-2025, de modo que el resultado no sea lampedusiano”, en el sentido de que las cosas cambian en la forma pero permanecen igual en el fondo. Proponía, además, superar el error del período anterior, cuando se consideraba que la estructura unificada era la más eficaz (la política de la unidad), porque se priorizaba la toma del poder, en su opinión “la peor de las posibilidades, porque siempre incluye el riesgo de la relegitimación del orden social existente”, como sostiene en El colapso del liberalismo, escrito el mismo año que el texto anteriormente citado.

    Hoy podemos decir que las esperanzas de nuestro sociólogo no se han visto defraudadas. Existen en todo el continente movimientos de los pueblos, de los diversos abajos, enfocados en la sobrevivencia al colapso sistémico y en la construcción de lo nuevo. Aún no son mayoritarios y tal vez nunca lo sean. Pero ya no son marginales, ni por la cantidad de personas que involucran, ni por los territorios y espacios que ocupan. Además de construir espacios de autonomía integral y de vida, se convierten en referencia, incluso para aquellos sectores de los pueblos que no los apoyan, pero los respetan y en ocasiones los siguen.

    Es evidente que las “luchas otras” no tienen la visibilidad de los procesos electorales y de las iniciativas de los partidos políticos, porque suceden en otros espacios y tienen otros objetivos. Siguiendo a Francisco López Bárcenas, podemos decir que para los pueblos “no se trata de luchar contra los poderes establecidos para ocupar los espacios gubernamentales de poder, sino de construir desde las bases contrapoderes capaces de convertir a las comunidades indígenas en sujetos políticos con capacidad para tomar decisiones sobre su vida interna, al tiempo que modifican las reglas por medio de las cuales se relacionan con el resto de la sociedad, incluidos otros pueblos indígenas y los tres niveles de gobierno”.

    En segundo lugar, porque las movilizaciones más importantes de los pueblos no son visibles desde fuera, ya que las realizan “al interior de sí mismos” y muchas veces no las dan a conocer. Se movilizan para restablecer la armonía, apelando a sus guías espirituales, recorriendo sus espacios sagrados, proceso en el cual desempolvan sus propias formas de lucha para organizar la resistencia a su manera. “Como muchos no las ven o viéndolas no las entienden, piensan que los pueblos no se movilizan, cuando en realidad son las movilizaciones más significativas para los pueblos, porque a partir de ellas construyen su autonomía”.

    Montevideo, diciembre de 2022

    Referencias

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    Notas

    * Pensador y periodista uruguayo.

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