Fighting Despair
Malm, Andreas [2021], "Fighting Despair", How to Blow Up a Pipeline. Learning to Fight in a World on Fire, Verso, London.
3. Luchando contra la desesperación
En el último capítulo de How to Blow Up a Pipeline. Learning to Fight in a World on Fire Malm discute y contraargumenta las posturas políticas que se resignan a aceptar el actual predicamento que la crisis climática presenta a la humanidad en su conjunto. Así, Malm ironiza al señalar que si protestar o resistir son opciones vanas, siempre existe la alternativa de renunciar a la humanidad y a este planeta.
Esta postura ya cuenta con exponentes: uno de ellos es Roy Scranton, autor de los libros
Malm critica a Scranton mencionando que este último se desliza entre el individuo, la civilización, la civilización capitalista y la especie humana, sin señalar la distinción entre estas distintas escalas de análisis.
Para Scraton nunca está en duda la futilidad de la protesta y la resistencia, ya que sus textos están impregnados por un desdén por la acción colectiva. Scranton describe la sensación de vacío de marchar junto a otros 400 000 individuos atomizados en la Marcha por el Clima de los Pueblos. Para él, manifestaciones como esa son una pérdida de tiempo, que muestran la impotencia política del activismo climático, al tiempo que dan a las masas "un falso sentido de esperanza". Malm apunta que este autor ha escrito varios textos en este tono: en un ensayo critica a McKibben y David Wallace-Wells, por sugerir que la acción colectiva aún podría evitar los peores escenarios que el cambio climático presenta.
Así, Scranton plantea que lo mejor que se puede hacer es adoptar un pacifismo trascendental que, al final de cuentas, se reduce a estar en contra de cualquier acción. De esa forma, lo mejor que se podría hacer es sentarse en posición de loto y pensar. Formulaciones como esta, dice Malm, plantean la pasividad ante la desesperación.
Scranton tiene una trayectoria política y se ha cruzado con la acción colectiva en varios puntos, señala Malm. Cuando Scranton era joven, participó en una campaña en contra de un oleoducto, la campaña prevaleció y nunca se construyó el oleoducto. También se unió al ejército estadounidense y luchó en la guerra de Irak. Pero perdió la fe en la ocupación y la consideró como parte de la manipulación imperialista.
En los ensayos de Scranton, el cambio climático es homólogo a la ocupación de Irak: "una catástrofe absoluta que yo ayudé a crear, un error imposible de escapar, una trágica demostración de la locura de la acción humana con terribles e irreversibles consecuencias".
Malm plantea que el caso de Scranton no es una mera peculiaridad personal, sino que el autor comparte esta posición con Jonathan Franzen, escritor estadounidense. Franzen, cree que el calentamiento global es un hecho y que ningún jefe de estado se ha comprometido jamás a frenar las emisiones de carbono.
Ante este argumento, Malm hace una analogía para criticar el razonamiento del escritor estadounidense: antes de la década de 1790, ningún jefe de estado se había comprometido jamás a liberar a los esclavos africanos; en 1791, alguien como Franzen podría haber argumentado que la esclavitud sería eterna.
Para Franzen, el hecho de que las emisiones hayan aumentado durante las últimas tres décadas demuestra que no se pueden reducir. También sostiene que ante la falta de progreso hay dos opciones: sentirse cada vez más "enfurecido por la inacción del mundo", o aceptar que se acerca el desastre, pero sin sentir rabia.
Franzen tiene conciencia de las dimensiones de la catástrofe climática. Por su parte, Scranton cree que ésta es más grande que "la Segunda Guerra Mundial, el racismo, el sexismo, la desigualdad, la esclavitud, el Holocausto", o todo lo anterior junto. En este tenor, ambos autores favorecen la adaptación pasiva.
A esta posición política y punto de vista, Malm la llama fatalismo climático. Y quienes promueven o adoptan esta posición son aquellos quienes ratifican la desesperación. Ésta es una respuesta emocional a la crisis, pero es también inservible como fundamento político.
Catriona McKinnon señala que la lógica de la posición fatalista, a menudo se reduce a una evaluación de probabilidad. Si bien algunos fatalistas climáticos niegan que sea lógica y técnicamente posible reducir las emisiones de carbono a cero y luego comenzar el trabajo de reparación y regeneración, lo más común es el argumento de que esto simplemente no sucederá, debido a la forma en que está constituido el mundo. Para Malm, los argumentos del fatalismo climático se basan en un juicio de extrema improbabilidad, sentado en la imposibilidad.
Pero actuar políticamente es rechazar la evaluación de la probabilidad como base para la acción, señala Malm. Además, Scranton y Franzen tienen algún objetivo político al hacer públicas sus declaraciones sobre la crisis climática: a través de sus escritos, buscan influir en otros para que prioricen una cosa sobre otra. De lo contrario, dice Malm, "mantendrían la boca cerrada".
Así, el fatalismo climático es una contradicción performativa porque no refleja pasivamente una determinada distribución de probabilidades, sino que la afirma activamente. Malm señala al respecto que “cuanta más gente nos diga que una reorientación radical es 'apenas imaginable', menos imaginable será".
En este sentido, la imaginación es una facultad fundamental en el contexto de la crisis climática. En la sociedad contemporánea, no sólo es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo; también parece más fácil imaginar la intervención deliberada a gran escala en el sistema climático, como se sugiere con la geoingeniería, que atacar las causas de raíz del cambio climático. Asimismo, parece que es más fácil imaginarse aprender a morir que aprender a luchar. Los fatalistas climáticos del tipo Scranton-Franzen convierten la incapacidad individual para cambiar el orden establecido en un hecho universal. El fatalismo climático hace todo lo que está en sus manos para confirmar estos absurdos paralizantes.
Así, a diferencia de lo que plantean los fatalistas climáticos, una demanda como la prohibición de todos los nuevos dispositivos emisores de CO2 –improbable en las condiciones actuales– no pierde su relevancia para afrontar las concentraciones y temperaturas más elevadas, sino todo lo contrario. Además, cumplir con los objetivos de mitigación del cambio climático exige más resistencia, no menos.
Por otra parte, Malm argumenta que nadie sabe exactamente cómo terminará la crisis climática. Nadie lo sabe porque demasiadas variables de la acción humana determinan el resultado. Por tanto, dentro de estos parámetros, se actúa o no. Y el éxito no es seguro ni probable, sino posible. Para Malm vivimos el momento donde se tiene que recordar la frase de Emiliano Zapata: “Es mejor morir de pie que vivir de rodillas”. O en palabras del autor sueco: “es mejor morir volando un oleoducto que quemarse impasible”.
Es posible que ya se hayan cruzado algunos puntos de inflexión planetarios (por ejemplo, el derretimiento de la capa de hielo de la Antártida occidental), pero eso sólo subraya la necesidad de la acción y de tácticas de emergencia. Malm también señala que el fatalismo climático es un "lujo burgués".
Las personas que están en verdadero peligro de morir debido a las consecuencias de la catástrofe climática no se pueden dar el lujo de pensar así. Malm concluye que "donde la muerte climática es una realidad -no una elegancia filosófica-, el fatalismo programático de la escuela Scranton-Franzen no tiene tracción".
Después, Malm procede a cuestionarse lo que pasa con los ecologistas que realizaron actividades de sabotaje en la década de 1980 hasta principios de la de 2000. Eran los días de Earth First (EF), Animal Liberation Front (ALF) y Earth Liberation Front (ELF). Sus campañas de "trinchera" o ecotage (acciones de sabotaje realizadas por razones ecológicas) prosperaron en una determinada subcultura que alcanzó su apogeo en la década de 1990.
EF, ALF y ELF estaban basados en dos pilares ideológicos: la ecología profunda y la liberación animal. Ambos han perdido su credibilidad desde entonces. Ninguno de los dos tiene mucho que ver con la crisis climática de la actualidad.
La ecología profunda es, explica Malm, un tipo de ideología profundamente reaccionaria, que localiza la fuente del malestar en la civilización humana como tal y se enfoca en la superpoblación y prescribe la contracción de la humanidad a una fracción de su tamaño actual como remedio.
Estas organizaciones realizaron diversas protestas y acciones de sabotaje. No obstante, esas actividades lograron poco o nada y no tuvieron impacto político duradero. Además, Malm señala algo clave para entender el fracaso de dichas organizaciones y sus acciones/protestas militantes: no se realizaron en una relación dinámica con un movimiento de masas, sino en gran medida en un vacío. Para Malm, esto es desesperación, disfrazada de militancia, además de que apunta a ideas que señalan que las acciones por el clima excluyen a las masas, promoviendo la idea de una vanguardia armada.
Las últimas 300 páginas del libro Deep Green Resistance de Derrick Jensen y Lierre Keith parecen ser un manual llamado Guerra ecológica decisiva, cuyo objetivo es "inducir un colapso industrial generalizado, más allá de cualquier sistema económico o político", para reducir la vida humana organizada y devolver el planeta al reino animal.
Partiendo de estas críticas, Malm hace una observación sobre el actual movimiento climático: quizás éste haya aprendido bien la lección al ni siquiera considerar tomar esta ruta. Así, la configuración del actual movimiento climático sería lo inverso a la ecología profunda: mientras que ésta quiere librar la guerra contra la civilización y, de hecho, contra la humanidad como tal, el actual movimiento climático lucharía por la posibilidad de la civilización.
Lo anterior apunta a un tipo particular de civilización diferente a la erigida sobre el pedestal del capital fósil. Para Malm, esto implica que la militancia climática tendría que articularse con una oleada anticapitalista más amplia. ¿Cómo podría pasar esto? Malm responde que sería imposible saberlo de antemano. Solo se podría conocer con la inmersión en la práctica.
A este respecto, Malm narra una anécdota sobre la organización en la que milita Ende Gelände. En 2016, dicho colectivo se centró en la mina y las vías del tren alrededor de Schwarze Pumpe, una enorme central eléctrica en la región oriental de Lusacia. La central funciona con carbón marrón y expulsa columnas volcánicas de humo. El combustible se transporta a través de vías férreas.
Hasta 2016, Schwarze Pumpe y cuatro instalaciones similares en Alemania habían sido propiedad de Vattenfall, una corporación energética propiedad del estado sueco y sujeta a las directivas de su gobierno. Los complejos de Vattenfall en Alemania produjeron emisiones de CO2 iguales al total del territorio sueco más un tercio. Malm señala que ninguna medida reduciría las emisiones tan radicalmente como su cierre.
El político Fridolin y los Verdes se comprometieron a cerrar la planta, si entraban en el gobierno sueco. Dos años después, Schwarze Pumpe y sus cuatro instalaciones hermanas estaban programadas para estar fuera de la posesión sueca: iban a ser vendidos a un consorcio de capitalistas de República Checa.
El estado sueco -gobernado por socialdemócratas y verdes- había resuelto no cerrar algunas de las mayores riquezas carboníferas del continente, sino arrojarlas directamente a las fauces del capital fósil, denuncia Malm.
Entonces, el colectivo en el que milita Malm realizó un bloqueo en las vías del tren. Eso se realizó para ejercer presión. Malm narra que se alejaron de las vías y se dirigieron hacia la central eléctrica. En el parche de bosque que lo rodea, encontraron una valla, el grupo de Malm la rompió y continuó con el resto de la marcha hasta los perímetros de la planta eléctrica.
Malm estaba muy eufórico y emocionado debido al momento palpitante y de expansión mental, ya que habían capturado una parte de la infraestructura que estaba destruyendo al planeta.
A la mañana siguiente del incidente, Vattenfall declaró que Ende Gelände había impuesto la suspensión de toda la producción de electricidad, algo que nunca antes había sucedido en una central eléctrica de combustible fósil en Europa. Los medios de comunicación también señalaron que la ruptura de vallas podría enmarcarse oficialmente como violencia criminal, cuando la verdadera devastación y daño inimaginable provocados por la nube perpetua de CO2 de Schwarze Pumpe era la marca de la normalidad.
Esta deformación mediática tuvo algo que ver con la coyuntura política en esos distritos del este de Alemania, donde el partido político de extrema derecha Alternativa für Deutschland (AfD) niega el cambio climático y apoya el uso del carbón. Así, una turba de militantes de extrema derecha y lugareños asaltó varios de los bloqueos de Ende Gelände. Los ultraderechistas dispararon petardos y persiguieron a los activistas en automóviles.
Malm cuenta que la desesperación que genera el colapso climático a diario estaba fuera de sus sistemas, aunque sólo fue temporalmente. Malm hace referencia a Frantz Fanon cuando escribe sobre la violencia como una "fuerza limpiadora" porque libera al nativo "de su desesperación e inacción; lo vuelve valiente y le devuelve el respeto por sí mismo”. Según Malm, pocos procesos producen tanta desesperación como el calentamiento global. Así, el autor sueco imagina que si en el Sur global se llega al momento de un movimiento fanoniano, la rotura de vallas puede que algún día se considere solo como un delito menor.
Por tanto, Malm nos invita a continuar luchando, protestando y, sobre todo, a construir un movimiento masivo de escala planetaria que se atreva a luchar en contra del capital y la actual civilización que no puede vivir sin las energías fósiles. Por tanto, la comprensión de la crisis y el colapso civilizatorio no es suficiente. Es necesario también adoptar una agenda militante.