Infiernos socioambientales
Bartra, Armando [2020], "Infiernos socioambientales", La Jornada del campo, 158, noviembre.
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Armando Bartra es un filósofo, sociólogo, catedrático universitario, periodista y escritor de origen español, cuya actividad radica en México. Sus líneas de investigación giran en torno al sector campesino en Latinoamérica.
La acumulación capitalista tiene dos principales límites, el trabajo y la naturaleza, ambos reducidos a simples mercancías para su explotación, condición necesaria para la generación de plusvalor.
Lo que Bartra denomina “infiernos socioambientales” son aquellas espacialidades arrastradas y configuradas por y para el industrialismo capitalista desde su orígen mismo. Su principal característica es que se sitúan en las periferias de las ciudades, donde existe una relación intrínseca entre la explotación de los trabajadores y de la naturaleza que habitan, lo cual genera una pauperización de sus condiciones mínimas de existencia. Peor aún, se trata de un proceso que aún sigue en curso, dada la ampliación constante de las fronteras del capital.
En el siglo XVII, Londres se caracterizaba por ser un gran centro comercial y fabril, dentro del cual la población crecía exponencialmente (en el siglo XVII, la población en Londres rebasaba el medio millón de habitantes.). Fue uno de los primeros infiernos socioambientales en configurarse porque, paralelamente al relato de progreso y desarrollo, en las afueras de la ciudad se hacinaban las familias obreras, cuya fuerza de trabajo era el motor de la industrialización, a quienes se les despojó de sus medios de vida (tierra, aire y suelo limpios, alimentos, etc.). En ese sentido, la industrialización implicó una doble explotación, la de los trabajadores y la de la naturaleza.
En relación con lo anterior, el autor cita el trabajo de John Evelyn —escritor inglés y uno de los fundadores de la Royal Society[1]— quien desde el siglo XVII daba cuenta de la relación existente entre la contaminación generada por la quema de combustibles fósiles en las fábricas de Londres y las enfermedades respiratorias que padecían las personas (Dato Crucial 1). La contaminación que generaba el proceso de industrialización no sólo afectó a la naturaleza, sino también a la población, pero los efectos eran diferenciados (usualmente, quien se asentaba alrededor de las fábricas, era la clase trabajadora).
A efecto de enfatizar la irracionalidad económica, la injusticia social y la devastación de la naturaleza inherentes al capitalismo, los infiernos socioambientales no son más que “las cloacas de la civilización”. Es decir, la industrialización capitalista es un proceso que ocurre a expensas de la apropiación de espacios naturales transformados en ciudades, al interior de las cuales existen sitios convertidos en vertederos de desechos, en donde se concentra la clase obrera. De esta forma, en su tendencia a la maximización de ganancias, el capital engulle y destruye a sus dos fuentes de plusvalor: la naturaleza y los trabajadores.
En cuanto al trabajo, la industrialización estuvo marcada desde sus orígenes por la explotación de la clase obrera. Cuando la producción mecanizada de las grandes fábricas se posicionó sobre las actividades de los artesanos y campesinos, el grueso de la población quedó despojada de su fuente de sustento. En su lugar, estaban obligados a vender su fuerza de trabajo; sin embargo sus condiciones de vida eran deplorables. No sólo porque vivían hacinados en espacios contaminados, sino también porque trabajaban turnos extenuantes de 16 horas y su salario no les permitía alimentarse adecuadamente, por lo cual su esperanza de vida, y la de sus familias, era reducida (Datos cruciales 2-4).
Además, una cantidad considerable de mujeres y niños fueron absorbidos por las fábricas, lo cual era favorable a la acumulación capitalista porque se les pagaba menos y eran vulnerabilizados, lo que permitía a la clase burguesa someterlos (Dato Crucial 4). De esta forma, la mecanización y descalificación del trabajo que trajo consigo la industrialización no fue progreso —al menos no para las personas que yacían en las fábricas despojadas de su oficio que en el anterior régimen les permitió vivir dignamente— sino un caldo de cultivo ideal para explotar cuerpos, sin distinción de sexo o edad.
Tales situaciones no son muy diferentes de lo que se vive hoy en día en otras espacialidades. Las dinámicas del colonialismo y la globalización han configurado en el Sur Global nuevos y más violentos infiernos socioambientales que arrastran consigo a la naturaleza y a los trabajadores. Esta configuración implica despojo de los pueblos, injusticia social, exclusión, así como explotación desmedida de personas y sus entornos naturales.
Dichos infiernos son espacios en los cuales la tierra, el agua, el aire y, por consiguiente, las personas, son constantemente envenenados. Además, las condiciones laborales están muy por debajo de lo mínimamente necesario, dado que los trabajadores y trabajadoras son esclavizados, deshumanizados e inclusive, arriesgan su vida. El autor describe dos casos: el trabajo en los campos agrícolas, así como en las minas de carbón.
En lo que respecta al trabajo en los campos, la naturaleza y los trabajadores son explotados al máximo para favorecer la acumulación capitalista, no para satisfacer demandas alimentarias (como usualmente se cree). En estos sitios, la idea es mantener el rendimiento de los cultivos, para lo cual se recurren a métodos como el uso de agrotóxicos —en detrimento de la tierra y la salud de las personas—; así como dobles jornadas laborales, además de otros abusos hacia los trabajadores (datos cruciales 5 y 6).
Para el caso mexicano, un infierno socioambiental remite al trabajo en las minas de carbón. Los pocitos que abastecen de combustible a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), lo realizan hombres y niños (Dato Crucial 7) sin ningún tipo de medida de seguridad, por lo cual corren el riesgo de morir ahogados, en una explosión o por alguna caída. A esta situación de peligro que enfrentan los trabajadores mineros se agrega el hecho de que el carbón es uno de los combustibles fósiles más contaminantes, que aún se sigue empleando de manera indiscriminada en los procesos productivos, pese a sus implicaciones sociales y ambientales.
[1] Fundada en 1662, la Royal Society es reconocida como la sociedad científica más antigua de Inglaterra. Contribuyó al avance del conocimiento, así como de la divulgación de las ciencias y humanidades.
1) En 1661, más de la mitad de los habitantes de Londres morían de males tísicos y pulmónicos.
2) En 1840, en Liverpool, la esperanza de vida de la clase alta era de 35 años, mientras que los obreros y jornaleros vivían apenas 15 años; mientras que 57% de sus hijos moría antes de los cinco años.
3) Entre 1830 y 1840, más de la mitad de quienes trabajan en telares algodoneros ingleses eran mujeres. El resto eran hombres jóvenes (25%) y varones adultos (25%). Esto se debe a que las mujeres y niños son grupos vulnerabilizados, considerados mano de obra más dócil y barata.
4) En 1795, en Inglaterra, el jornal semanal de los tejedores de Bolon era de 33 chelines, en 1815 descendió a 14 chelines y, para 1830 llegaba sólo a 5 chelines y 6 peniques (un penique vale la duodécima parte de un chelín).
5) Entre 1830 y 1840 los obreros ingleses se alimentaban de papas, pan, tocino rancio y té en el mejor de los casos. La harina para hacer el pan era yeso y el arroz en polvo su endulzante. Sin embargo, dado el encarecimiento de sus condiciones de vida, solían alimentarse únicamente de papas y té. Cuando estaban desempleados, comían pieles de papa y verduras descompuestas que hallaban en basureros.
6) Hombres, mujeres y niños que trabajan como jornaleros son explotados entre 8-15 horas diarias, a veces sin descanso en la semana. Además, se emplean métodos de contratación de origen colonial (como lo es la esclavitud por deudas) y son trabajos temporales que una vez que terminan, quedan desempleados a su suerte. Los trabajadores no tienen derechos laborales básicos, ni acceso a servicios de salud. Además de que las personas indígenas sufren de tratos racistas y las mujeres son víctimas de agresión sexual.
7) Las galerías horizontales de las minas miden metro y medio de altura, por lo cual un minero adulto debe desplazarse agachado. Es por ello que suelen contratar niños, ya que son de menor estatura y se les paga menos.
Los límites naturales del capital no pueden separarse de los límites sociales, y viceversa. Ambos son igual de importantes porque constituyen el punto de partida para la acumulación capitalista, dado que son fuente de plusvalor; por lo cual siempre están en la mira para su explotación.
Todo el engranaje capitalista es violento y despoja de sus medios de vida y sustento —incluida la naturaleza— a los pueblos. Además, se trata de un proceso desigual, quienes tienen los medios de producción gozan de los beneficios, mientras que el resto, los trabajadores asalariados, son víctimas de injusticias. Y no sólo eso, también son a quienes se les asignan los males ambientales derivados de los procesos industriales, porque la configuración espacial no es inocente: hay infiernos socioambientales en las ciudades, donde se concentra la clase trabajadora, pero también los hay en territorios estratégicos, usualmente habitados por poblaciones originarias, donde yacen minerales y naturaleza empleada para los procesos industriales.
Es cierto que los límites sociales y naturales del capital están siendo rebasados y, por tanto, desafían el futuro del capitalismo; pero mientras tanto, nuevos territorios y poblaciones son engullidos para arder en infiernos socioambientales, ya que las fronteras del capital continúan expandiéndose. ¿Hasta dónde llegará el canibalismo capitalista?; cuando agote sus fuentes de plusvalor, ¿qué medidas, formas y configuraciones adoptará?