10 días para aprender a sobrevivir al apocalipsis
Wortham, J [2025], "10 días para aprender a sobrevivir al apocalipsis", The New York Times, New York, 17 de marzo, https://www.nytimes.com/es/2025/03/17/espanol/curso-sobrevivir-apocalips...
Jenna Wortham es copresentadora del podcast Still Processing y coeditora de la antología Black Futures, junto con Kimberly Drew. Actualmente trabaja en un libro de ensayos, Work of Body y escribe para The New York Times.
Vivimos un momento histórico en el que el catastrofismo —también llamado “doomismo”— ha pasado de ser una preocupación marginal a convertirse en una auténtica industria. Se comercializan consultorías para desastres, proliferan las escuelas de supervivencia y abundan los podcasts y canales de YouTube que enseñan desde cómo destilar agua de mar hasta cómo construir un refugio con restos del bosque.
El miedo vende, y alrededor de él han surgido ofertas que incluyen desde kits gourmet de comida deshidratada hasta cursos de medicina improvisada. El escenario apocalíptico ha sido tan explotado que incluso existen “tiempos compartidos” en búnkeres de lujo, dotados con armas automáticas, túneles de escape, piscinas techadas y hasta pistas subterráneas de karts.
Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, ha estado acumulando armas, oro, antibióticos, baterías, agua y máscaras de gas, y ha declarado que posee “un gran terreno en Big Sur al que puedo volar”. Mark Zuckerberg y Rick Ross también figuran entre quienes han comenzado a edificar complejos multimillonarios con centros de cuidado personal y rutas subterráneas para escapar.
Más allá del espectáculo y la opulencia, esta lógica del miedo establece las bases para normalizar, aunque sea de forma indirecta, la preparación ante escenarios de violencia masiva o guerra total. El marketing apocalíptico se sostiene sobre la promesa de un colapso inminente: una invasión zombi, un virus letal, el derrumbe del orden político. Y en lugar de fomentar respuestas solidarias o comunitarias, esta narrativa impulsa una mentalidad centrada en el “sálvese quien pueda”, que refuerza el aislamiento, la paranoia y la dependencia de soluciones individuales.
Resulta paradójico: en medio de fenómenos reales como incendios forestales, tormentas extremas o crisis migratorias, la mayoría de las personas no está preparada ni siquiera para lo básico, mientras sigue consumiendo productos que prometen una falsa sensación de control ante el caos.
Incluso los reality shows han jugado un papel relevante en la difusión de esta mentalidad. Por un lado, programas como Survivor muestran la manipulación social y la creación de alianzas estratégicas para sobrevivir en un juego, incentivando la idea de la traición o la estrategia política en un escenario extremo.
Por otro lado, están formatos como Alone, donde personas son abandonadas en la naturaleza salvaje para probar sus habilidades sin ayuda externa. Fue precisamente gracias a Alone que Jenna Wortham conoció a Amós Rodríguez, su futuro instructor. Amós tenía una historia personal dura y formativa: creció en El Salvador durante una brutal guerra civil, donde los robos y las redadas eran habituales, y su madre fue secuestrada, agredida sexualmente y encarcelada durante un año.
Tras emigrar y estudiar en Estados Unidos, se volcó en aprender habilidades primitivas como caza con arco, construcción de refugios o cocina de supervivencia. Durante su participación en Alone, construyó un refugio con zanja para el aire frío, pescó con redes y soportó amenazas como lobos merodeando su campamento.
Jenna se adentró en este mundo de la preparación no solo por miedo al “fin del mundo”, sino también por curiosidad ante cómo nos hemos desconectado de lo esencial. Descubrió que muchas habilidades elementales de supervivencia —las mismas que fueron cotidianas para nuestros antepasados— quedaron relegadas o desaparecieron por completo en la vida urbana. Saber hacer fuego, encontrar agua, construir un refugio o calmar la mente ante el miedo son destrezas que ahora parecen exóticas.
Su viaje la llevó a México para un curso intensivo de supervivencia impartido por Amós Rodríguez, quien no solo enseñaba técnicas, sino también la filosofía detrás de ellas: reconocer el propio miedo y manejarlo, expandir la “burbuja de conciencia” para no ser sorprendidos por amenazas y entender que la naturaleza no es un monstruo, sino algo que ocurre a nuestro alrededor y que olvidamos cómo leer.
Durante diez días en la bahía de Chetumal, Jenna comprendió que la supervivencia era mucho más que acumular herramientas: implicaba reaprender a relacionarse con el entorno. Amós insistió en que todo comenzaba con la mente: identificar el miedo y calmarlo con respiración consciente. Practicaron cómo moverse con sigilo, prestando atención a huellas, sonidos de aves y cambios en el viento, para mantener su “burbuja de conciencia” más amplia que su “burbuja de perturbación”.
Las actividades fueron intensas y prácticas. Jenna encendió fuego con un taladro de arco artesanal, fabricó una cuchara quemando su cuenco con carbón, destiló agua de mar al sol usando botellas plásticas, aprendió a abrir cocos sin herramientas y construyó brújulas improvisadas con agujas e imanes. También elaboraron trampas con alambre para capturar animales pequeños, aprendieron a fabricar un bastón arrojadizo para cazar ardillas o conejos y reconocieron plantas comestibles y medicinales como agaves y almendros.
Amós incluyó un taller improvisado de medicina de urgencia en la selva, mostrando un botiquín organizado por niveles de lesiones: desde simples rasguños hasta técnicas para intubar a alguien inconsciente. Además, durante los recorridos, señalaba plantas venenosas como el chechén, que causan irritación similar a la hiedra venenosa, y pistas de animales como mapaches o ciervos. Todo esto reforzaba la idea de que sobrevivir significaba aprender a trabajar con lo mínimo y comprender de manera íntima el valor del esfuerzo humano detrás de lo que normalmente se compra en un estante.
El viaje estuvo cargado de dificultades reales, lejos de cualquier simulacro de aventura. Navegaron en una panga, una pequeña embarcación de madera, con Ramón -navegante contratado por Amós- como capitán. Se desplazaron por aguas traicioneras, con corrientes fuertes y olas que complicaban el regreso. En el mar, enormes rayas nadaban bajo el bote, con colas venenosas que se agitaban como látigos.
En tierra, Jenna sufrió el efecto abrasivo del sol y la sal en la piel, fue devorada por mosquitos, y enfrentaron la escasez de alimentos: en una excursión de kayak, pasaron cinco horas para pescar apenas 100 gramos de comida para los tres. También se vieron sorprendidos por tormentas repentinas que oscurecían el cielo y azotaban los árboles con violencia, obligándolos a decidir con urgencia si se marchaban para evitar quedar atrapados.
Pero la supervivencia no se trataba únicamente de técnicas. Amós le enseñó la importancia de calmar el sistema nervioso para evitar el pánico, de expandir la conciencia del entorno para anticipar peligros, y de algo incluso más esencial: la habilidad de tejer alianzas y reconocer con quién construir comunidad.
En un mundo que se imagina cada vez más hostil, saber con quién contar resulta tan crucial como cualquier destreza técnica. Un ejemplo de esto fue su paso por Xcalak, un pequeño pueblo de pescadores al que Amós había viajado por décadas y donde asistieron a la fiesta de quince años de la hija menor de una pareja local. Allí, Jenna entendió que la supervivencia no radica en aislarse del mundo en un búnker, sino en aprender a interactuar y a colaborar con otras personas, a construir redes de confianza que pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte en un escenario crítico.
De vuelta en Brooklyn, con su congelador lleno de carnes artesanales y su bañera profunda, Jenna sintió el contraste brutal entre la comodidad urbana y la dureza del aprendizaje en la naturaleza. Entendió que muchas personas fantasean con prepararse para el fin del mundo mientras permanecen en burbujas de comodidad y consumo. Pero la verdadera preparación no consiste en acumular equipo caro ni esconderse en un búnker, sino en reconocer nuestra interdependencia con la naturaleza y con los demás.
En ciudades como Nueva York, la mayoría se ha desconectado por completo de lo que implica producir alimentos o agua limpia. En la tienda Recreational Equipment, Inc (REI), Jenna se asombró de la abundancia de equipo especializado, desde luces solares hasta kayaks plegables, pero también de lo fácil que era suponer que todo eso resolvería el problema real: la incapacidad de la mayoría para sobrevivir sin tecnología ni infraestructuras modernas.
Y más aún, la mayoría de las personas ni siquiera sabe manejar su miedo o frustración. Sin la capacidad de regular sus emociones, serían los primeros en generar o amplificar el caos ante un evento catastrófico. Como Jenna reflexionó, gran parte de la preparación consiste no en planear cómo vivir sin que te afecte el fin del mundo, sino en permitirse ser afectado, reconocer el cambio y trabajar con otros para adaptarse y sobrevivir.
En última instancia, su aprendizaje no fue solo técnico o físico, sino un recordatorio de que la supervivencia no es fetichizar la violencia ni acumular armas o víveres, sino reaprender la interdependencia con la naturaleza y con otras personas, recuperar habilidades olvidadas y prepararse emocionalmente para los desafíos que ya están aquí o que podrían venir. Más que resistir el caos sin ser afectado, se trata de dejarse transformar por un mundo cambiante y estar dispuesto a colaborar con otros para enfrentar lo que venga.
1) En 2025, un tercio de los estadounidenses afirman dedicar parte del presupuesto de su hogar a la preparación. Un análisis de los datos de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de Estados Unidos indicó recientemente que unos 20 millones de estadounidenses se identifican como “preparacionistas”. Alrededor del 7 por ciento de todos los hogares, aproximadamente el doble que en 2017, están “trabajando activamente para ser autosuficientes ante cualquier apocalipsis.
La experiencia de Jenna Wortham, al contrastar los escenarios de colapso mediático con el aprendizaje de habilidades ancestrales, pone en evidencia que las respuestas individuales, mercantilizadas y centradas en el aislamiento no son sostenibles ni suficientes.
Frente a la amenaza real del deterioro ambiental y la fragilidad de los sistemas que sostienen la vida moderna, el texto deja ver que existen alternativas civilizatorias posibles si se revaloran prácticas de cooperación, interdependencia y reaprendizaje con el entorno. No se trata de volver al pasado, sino de rescatar conocimientos colectivos y formas de vida que no estén fundadas en la lógica del consumo, la competencia y la exclusión.
Esta idea se opone radicalmente a los discursos del miedo que legitiman la militarización de la vida cotidiana o la construcción de refugios de élite, y más bien invita a combatir el deterioro ambiental con comunidad, educación práctica y resiliencia compartida.
Lo que para unos es crisis, para otros se convierte en negocio. Ante esto, el relato de la autora funciona como una crítica al paradigma dominante y una invitación a pensar en otras formas de habitar el mundo, donde el centro no sea la propiedad privada o la autosuficiencia tecnificada, sino la posibilidad de reactivar vínculos solidarios y horizontes de vida colectiva frente a un futuro incierto.