The New American Way of War. Military culture and the political utility of force

Cita: 

Buley, Benjamin [2008], The New American Way of War. Military culture an the political utility of force, New York, Routledge, 201 pp.

Fuente: 
Libro electrónico
Fecha de publicación: 
2008
Tema: 
La relación conflictiva entre la política y la guerra en la estrategia militar de Estados Unidos en el siglo XX. Una perspectiva desde la cultura militar estadounidense.
Idea principal: 

Introducción. Los modos americanos de la guerra, viejos y nuevos

En 1973 Russell F. Weigley, destacado investigador estadounidense de historia militar, publicó su clásico libro The American Way of War cuyo argumento central consistió en caracterizar la estrategia militar de Estados Unidos como apolítica, esto es, construida con poca consideración de los propósitos políticos por los que se libraba una guerra. Para Benjamin Buley no es que esta lectura de la guerra estadounidense sea equivocada sino que considera que los nuevos modos de la guerra deben ser leído desde otros parámetros.

El tema que interesa a Buley es la concepción de la guerra en las estrategias de Estados Unidos y, sobre todo, la fractura que significó la guerra de Irak en la cultura militar estadounidense. Actualmente, Estados Unidos empieza a concebir la guerra como un instrumento político, sin embargo, los fracasos de su ejecución han dependido, y esta es la tesis de Buley, de la propia cultura militar estadounidense que paradójicamente se resiste a asumir todas las implicaciones de su novel concepción de la guerra (p. 5). Dicho en otras palabras, para Buley la conocida sentencia de Clausewitz -"la guerra es la continuación de la política por otros medios"- aun no es completamente asumida por los estrategas militares estadounidenses: no dimensionan las enormes consecuencias políticas de la guerra.

La línea entre un "viejo" y un "nuevo" modo de guerra estadounidense se juega en la relación entre guerra y política. Para Buley, la vieja cultura apolítica militar condenó a la población estadounidense a concebir las guerras entre Estados no como una "continuación de la política por otros medios" sino como un "síntoma" de un fracaso político (p. 2). La guerra y la paz eran vistas como dos estados absolutamente separados y, por tanto, en tiempos de guerra se apostó siempre por la aniquilación total de la fuerza militar enemiga sin oportunidad de negociación política. "Una vez que se recurrió a la fuerza militar, las consideraciones políticas que podrían haber provocado hostilidades en el estado de paz se vuelven irrelevantes para el radicalmente diferente estado de guerra" (p. 2).

Es con la caída de Kabul, en noviembre de 2001, que las investigaciones en torno a las estrategias militares de Estados Unidos comenzaron a hablar de un "nuevo modo de guerra". Las principales características de este nuevo modo fueron: 1) el papel de las nuevas tecnologías y tácticas que derrocaron el régimen talibán en cuestión de semanas, 2) el nuevo estilo de guerra por la sustitución de grandes masas de información y armamento convencional por un pequeño número de "fuerza conjunta" en tierra, aire y mar con una imagen común del terreno de batalla, es decir, una radical economía de fuerza y 3) la insistencia en una "paralización sistemática" de las fuerzas armadas del enemigo y su infraestructura en lugar de su completa aniquilación. Esta "'revolución' tecnológica y operacional en el modo estadounidense de hacer la guerra implicó una concomitante revolución en la dimensión estratégica y política de la guerra" (p. 3).

Este nuevo modo de guerra permitió a Estados Unidos reconciliar el uso de su poder militar con sus aspiraciones hegemónicas de dirigir el entorno internacional. En realidad, según Buley, el estado embrionario del "nuevo modo de guerra" data de finales de los años sesenta, pero sólo hasta la administración del expresidente George Bush logró consolidarse. La promesa que busca cumplir esta novel estrategia bélica es restablecer el vínculo entre el uso de fuerza y la búsqueda racional de políticas que fue separado por la Estrategia de Armas Nucleares (MAD, por sus siglas en inglés) de finales de los años cincuenta y el fracaso de la estrategia de guerra convencional en Vietman.

La decisión de invadir Irak reflejó la nueva relación entre guerra y utilidad política. A pesar de la retórica oficial sobre la guerra de Irak como una "guerra necesaria" o "último recurso", Buley afirma que existen declaraciones del expresidente George Bush y del exsecretario de defensa Paul Wolfowitz que evidencian una concepción de la guerra como un verdadero instrumento político. De modo que no es inexacto afirmar que la guerra de Irak no fue sino la demostración de la dimensión militar de una estrategia política más amplia: la transformación política de Medio Oriente (p. 4).

"La crueldad de la guerra podría ser 'redefinida'. La guerra ya no sería el "infierno", sino potencialmente 'inmaculada'" (p. 4). Con esta lacónica expresión, Buley busca condensar la manera en que la ambiciosa política de Estados Unidos en Medio Oriente, oficialmente nominada como "guerra preventiva", hubiera sido imposible siquiera de formular si no existiera de antemano la creencia de que la fuerza militar estadounidense, merced a su tecnología de control preciso, desplazaría la guerra al plano de lo previsible. El "nuevo modo de guerra" estadounidense se mueve bajo la optimista convicción de un control total de la guerra. "La suposición de la previsibilidad hizo posible una política militar preventiva, en lugar de imprudente, en la cabeza misma de la administración" (p. 4).

Sin embargo, no todo fue tan simple, Estados Unidos fracasó en convertir el rápido derrocamiento de Irak en un éxito político estable. La paradoja de la administración de Bush es que asumió el precepto de la utilidad política de la guerra, pero en su ejecución se evidenció una falta de previsión de las consecuencias políticas de su estrategia militar: la falta de un plan post-conflicto de operaciones estables, el desmantelamiento del ejército de Irak y la extensión del programa de de-Ba'athification, la política gubernamental para eliminar la influencia del Partido de Ba'ath del nuevo sistema político de Irak.

Para Buley, si algo caracteriza a las visiones de la guerra y su relación con la política, es su carácter altamente conflictivo. "Mi argumento central es que, dentro de la cultura militar estadounidense, la relación entre guerra y utilidad política ha sido tema no de consenso sino de una prolongada contención" (p. 6).

En este sentido, el análisis de Buley busca "explorar la recepción y la interpretación en la cultura militar estadounidense de la amplia concepción de la guerra como un instrumento de política estatal" (p. 8). Salta a la vista que el horizonte de discusión es el famoso tratado de Clausewitz Sobre la guerra. Buley destaca al menos tres tesis de dicha obra: 1) la guerra nunca debe pensarse como algo autónomo; 2) la guerra tiende a resistirse a la dirección y control racional; y 3) la única posibilidad de subordinar la guerra a cierta dirección es asumirla como continuación de la política (p. 9-10).

Así pues, la principal preocupación de todo el texto consiste en subrayar que la guerra debería ser vista como un fenómeno cultural, esto es, asumir que en la formación de la estrategia militar siempre ha existido una disputa entre distintas concepciones de la guerra gracias a un contexto cultural dinámico y conflictivo. "La cultura militar pueden estar fracturada por concepciones rivales de la guerra que continuamente se adaptan al desarrollo de las necesidades estratégicas, un proceso que simplemente refleja una lucha interna perpetua de la sociedad para dar sentido a su experiencia militar y adecuar sus futuras estrategias de acuerdo a ella" (p. 13).

Capítulo 5. El nuevo modo americano de la guerra: visión y realidad en Afganistán e Irak

La pertinencia del último capítulo del libro consiste en su explicación de las grandes paradojas en el diseño de las estrategias militares estadounidenses ante el fracaso político de sus triunfos bélicos en Medio Oriente. "La guerra de Irak pone de relieve una paradoja central sobre la cultura militar estadounidense: fue la última expresión del deseo tanto de hacer de la guerra un preciso instrumento de política como de la continuación de la separación de las consideraciones políticas y militares en la estrategia estadounidense" (p. 113).

La primera administración del expresidente George Bush se caracterizó por un desmedido optimismo en torno a la utilidad política de la guerra. Se asumió que la guerra podría ser aceptada por la opinión pública y que permitiría lograr objetivos estratégicos sin pérdida de control. El respaldo de dichas convicciones estaba en otra idea más profunda: la garantía de las nuevas tecnologías para resolver conflictos de modo rápido y preciso.

Tras el 11-S, la administración estadounidense se (auto)encomendó la tarea de emprender una "ampliación democrática" con la estrategia militar de eliminar a los agentes que la impedían ("tiranos y terroristas"). Pareciera que estaban esperanzados en que las "fuerzas democráticas" de las distintas regiones de Medio Oriente fuesen a ordenarse por sí mismas una vez eliminado el obstáculo terrorista. Buley atribuye el límite de esta estrategia militar a cierta concepción "teleológica" de la historia: "la Historia se mueve inexorablemente hacia la Libertad" (p. 114). Sobra decir que la realidad mostró lo contrario.

El proceder de la guerra estadounidense en Afganistán, y posteriormente en Irak, estuvo desplegado por la oposición al programa "Construyendo Naciones" (Nation-Building), un proyecto de amplia escala de reconstrucción que terminaba por generar una dependencia entre el país afectado hacia Estados Unidos. En su lugar, el papel de los militares fue en "términos minimalistas": únicamente ocuparse de los riesgos que podrían desencadenar la caída de Afganistán en un "paraíso terrorista" (p. 115). En otras palabras, con dicha estrategia "minimalista" o "flexible", el Pentágono aspiró a remodelar el ambiente político internacional sin hacerse responsable de la administración política de los estados derrotados.

Esta estrategia tuvo como clave la concepción del enemigo como "sistémico", esto es, una "fuerza en red" (networked force), por tanto, "en el núcleo de la estrategia estadounidense está la noción de atacar al enemigo como un sistema... y tratar de provocar un colapso sistémico" (p. 117). En este sentido, se habla también de "ataques paralelos" en lugar de "ataques en serie". Para el General Tommy Franks, comandante de la fuerza multinacional que lideró Estados Unidos en la invasión de Afganistán e Irak, el concepto de "ataque paralelo" es: "aplicando una masa militar simultáneamente en los puntos clave a través de una maniobra rápida, en lugar de un empuje amplio y de avance lento convencional" (p. 119).

El paradigma de la estrategia militar estadounidense (ejecutado en la guerra de Afganistán e Irak) en contra de enemigos "sistémicos" tuvo como artífice al coronel Warden, el diseñador de la campaña aérea Instant Thunder en la primera Guerra del Golfo. Para Warden, la esencia de la guerra se encuentra no en la destrucción del enemigo sino en obligarlo a hacer tu voluntad. Asimismo, señaló que el enemigo no debe ser concebido como una masa independiente de armas sino como un sistema. A un nivel táctico y operativo, las acciones militares debe ser medidas según el efecto en el funcionamiento global del sistema enemigo, es decir, actuando rápidamente con "ataques paralelos" que paralicen el sistema: "inspirar 'shock' a través de precisión y 'temor' a través de confiabilidad (reliability), induciendo un sentido de desesperanza en el enemigo que podría traer una parálisis sistémica" (p. 118).

Algo destacado de la guerra de Afganistán e Irak fueron las múltiples resistencias imprevistas en contra de Estados Unidos, Buley denomina estos fenómenos como "fricciones". Por un lado, destaca la fricción por un mal funcionamiento de las nuevas tecnologías, es decir, el frente de Estados Unidos fue victorioso por el volumen de su armamento convencional y no por una verdadera penetración de las posiciones enemigas a través de nuevas tecnologías. Por otro lado, la principal fuente de fricción fue de carácter cultural, esto es, la negativa del enemigo para adecuarse a las expectativas estadounidenses o pelear en sus términos (p. 120).

De esta manera, "la pregunta central planteada por las consecuencias del cambio de régimen en Irak es por qué Estados Unidos no predijo que el vacío político podría contribuir al caos o que algunos iraquíes podrían continuar resistiéndose a la ocupación de las fuerzas estadounidenses después del colapso convencional de la resistencia" (p. 121). Gran parte parece indicar que se debe según Buley, a un "prejuicio epistemológico de la cultura militar" pues de éste deriva el tipo de información que es privilegiada en cada estrategia militar ejecutada (p. 122). "La racionalidad tecnológica que actualmente domina la cultura militar estadounidense revela el mismo sesgo hacia la inteligencia técnica cuantificable del enemigo, sobre la impresión más subjetiva de las intenciones del enemigo, que caracterizó a la 'ciencia' de la estrategia en la Guerra Fría" (p. 122). Dicho de otra manera, desde 2001 la estrategia militar estadounidense priorizó un enfoque tecnocrático de las capacidades que el enemigo podría adquirir en el futuro en lugar de emprender un análisis riguroso de las intenciones políticas y culturales del enemigo.

Los prejuicios de la cultura militar estadounidense se hicieron patentes al presuponer que las intenciones de Irak coincidían con las expectativas que Estados Unidos tenía sobre la resolución del conflicto. Por ejemplo, al solicitar un número reducido de tropas en Irak después de la parálisis sistémica, como si la derrota y la tecnología por sí mismas garantizaran de antemano una resolución fluida del conflicto en el corto plazo. El general Jay Garner admitió que "Estados Unidos no tuvo suficientes tropas para sellar las fronteras y por tanto fue inevitable prevenir el influjo de insurgentes extranjeros" (p. 124). Para gente como James Dobbins, la lección aprendida en Irak fue que "cuando los conflictos terminan de forma poco concluyente o destructiva, o no terminados del todo, los retos de la seguridad post-conflicto son más difíciles" (p. 124).

Como hemos dicho, esto deriva de la separación de la política y la estrategia militar. Toda la administración de George Bush se caracterizó por un ciego optimismo en el control técnico total del campo de batalla que supuestamente se traduciría de modo inmediato en un instrumento político. Durante la guerra de Irak, los departamentos militares de Estados Unidos estaban “convencidos de que el régimen de Saddam Hussein podría ser decapitado quirúrgicamente sin daño de amplia escala en la estructura de la sociedad civil iraquí, el liderazgo del Pentágono simplemente asumió que seguiría una transformación democrática fluida. Este optimismo no estuvo garantizado sobre la base de un conocimiento de la historia política de Irak” (p. 126). Para el año 2003, esta separación entre política y estrategia militar se institucionalizó con la falta de coordinación entre el Departamento del Estado y el Departamento de Defensa.

Si al inicio Buley señaló que algunas prácticas actuales de la estrategia militar estadounidense mostraban elementos para considerar un “nuevo modo de guerra”, la realidad es que es un modo que aún no termina de dar un giro completamente radical, esto es, asumir completamente la vinculación de la guerra y la política desde el inicio: “Como la ciencia de la estrategia pre-Vietman, al negar los factores políticamente subjetivos que se resisten a la subordinación de la racionalidad tecnológica, sólo parcialmente fue aceptada la guerra como una verdadera continuación de la política” (p. 127). O por citar las palabras de un oficial de la Organización para la Reconstrucción y Ayuda Humanitaria en Irak (ORHA, por sus siglas en inglés): “Hicimos lo que nos ajustó… bajo la concepción de que los iraquíes son pasivos. No sólo pasivos, pero agradecida y felizmente pasivos”.

Las fricciones en Afganistán e Irak después de la guerra (en forma de inestabilidad política y guerrillas de resistencia persistentes) no fueron otra cosa que un rechazo a conformarse según las expectativas de Estados Unidos. La propia situación exigió que las estructuras militares reconsideraran algunas de las concepciones básica de sus “doctrinas”, de modo que cada vez más el ejército estadounidense asumió cierta responsabilidad por la imposición de un “acuerdo político” en Irak (p. 127).

El principal obstáculo fue, a juicio de Baley, cultural. “Las unidades estadounidenses tenían casi nada de hablantes de árabe y expertos de las prácticas culturales y religiosas de Irak” (p. 129) de modo que las clásicas medidas contrainsurgentes estuvieron condenadas al fracaso, no existió modo de establecer un acuerdo político al marginalizar los insurgentes y ganar la confianza popular. Sin embargo, se trató de una exigencia que se fue aprendiendo sobre la marca de la fase post-conflicto. En 2004, por ejemplo, el general David W. Brano impulsó en Afganistán una estrategia de “control de población” que dotó a los soldados de un amplio conocimiento y entendimiento sobre las poblaciones locales. Asimismo, en Irak se formó una selectiva unidad militar con entrenamiento cultural e idiomático para vivir en las villas Sunni junto a los miembros de las Corporaciones Civiles de Defensa de Irak y, así, los marines esperaron poder construir relaciones con la población local. Pero fue en noviembre de 2004 cuando la institucionalización de los principios clásicos de contrainsurgencia se integró en la cultura militar estadounidense con la publicación de la primera guía explícitamente dedicada a la “guerra no convencional” y la contrainsurgencia (p. 131).

El “nuevo modo de guerra” tiende a desplazar el armamento convencional por habilidades subjetivas. Los principios de control de población requieren una integración de las cuestiones políticas y civiles con las militares. Así, en 2005 la “Estrategia nacional para la victoria en Irak” estableció tres metas principales: 1) ayudar a las fuerzas de seguridad de Irak al gobierno iraquí a arrebatar el territorio de manos del control enemigo; 2) guardar y consolidar la influencia del gobierno iraquí después del conflicto; 3) establecer nuevas instituciones locales para controlar legalmente aquellas zonas con cierto influjo del enemigo. Con este documento, el énfasis de las estrategias militares subsiguientes ha estado colocado en una “sensibilidad política y cultural”. “El ejército no pude definir más su función en términos militares estrechos de defensa de otras organizaciones militares convencionales, sino tendrá que reconceptualizar su papel para abarcar conflictos de poca intensidad y una mayor formación de funciones políticas y civiles” (p. 133).

Conclusión: el ascenso y la caída del nuevo modo estadounidense de la guerra

Aunque la llamada Operation Iraqui Freedom fue considerada, tras la caída de Bagdad, como la validación triunfal de un “nuevo modo de guerra” estadounidense, lo cierto es que la etapa posterior a la victoria militar evidenció una situación caótica. “Esta visión falló porque las consecuencias de la guerra de Irak revelaron de nueva cuenta la verdad intemporal de que el éxito militar y la victoria política no son la misma cosa” (p. 136).

Es por ello que, según Buley, podemos afirmar que la cultura militar estadounidense ha seguido una “evolución dialéctica”, esto es, conflictiva y con contradicciones: “una tensión entre el ideal republicano de que la guerra debería renunciar como un instrumento de la política estatal, y la responsabilidad cuasi-imperial de controlar el sistema internacional” (p. 139). Este proceso se presenta, además, girando alrededor de la convicción de mantener un vínculo republicano con los ciudadanos estadounidenses, es decir, alejados de guerras impopulares con objetivos poco claros. Hasta cierto punto, la estrategia militar estadounidense está condicionada por una profunda sensibilidad de los “imperativos sociales” y culturales.

En este sentido, no sería una exageración decir que los modos de la guerra de Estados Unidos deberían definirse, siguiendo la argumentación de Buley, según sus grados de acercamiento o alejamiento de las tesis de Clausewitz (sobre todo aquella que sostiene que la guerra es la continuación de la política). “Un desafío central para la cultura militar estadounidense en los inicios del siglo XXI es que la guerra está siendo más política que nunca” (p. 140).

La realidad contemporánea de la guerra impide seguir emprendiendo análisis desde los paradigmas acostumbrados del siglo XIX y la primera mitad del XX, a saber, el paradigma de la guerra industrial interestatal. Actualmente las nuevas configuraciones de la guerra se han tornado un tanto inhóspitas para los estrategas militares. A juicio de Buley “éstas [se refiere a las guerras convencionales] están siendo remplazadas por una forma de guerra que en muchos aspectos recuerdan a la temprana experiencia europea de guerra endémica que acompañó el proceso de la formación de los estados en los siglos XVI y XVII” (p. 142). Son guerras donde el estado ha perdido el monopolio de la violencia, sin embargo, lo interesante es que las nuevas guerras más que distinguirse por la construcción de estados, se caracterizan por la desintegración de los mismos.

En efecto, las guerras no son más “trinitarias”, esto es, realizadas bajo la clara distinción entre militares, estado y ciudadanos. Se trata de conflictos asimétricos con nuevos actores “no-trinitarios”. “Es más probable que Estados Unidos estará peleando en áreas como Bosnia, Afganistán e Irak donde entidades estatales o no estatales carecen del monopolio de la violencia y donde Estados Unidos está tratando de restaurar cierto empoderamiento local” (p. 143). Dicha tarea conducirá a un planteamiento estratégico de largo plazo en donde un compromiso serio y sofisticado con las complejidades políticas locales es inevitable. En otras palabras: “Estados Unidos estará peleando ‘entre la gente’”. Ciertamente, todo conduce a una exigencia de implementar habilidades idiomáticas, restringir el uso de fuerza, tener sensibilidad con las culturas locales y, sobre todo, una conciencia política (p. 143).

En suma, “la lección central de Irak para muchos observadores, tanto dentro como fuera del ejército, ha sido que tener éxito en la guerra es, al final del día, el logro de resultados políticos estables” (p. 146). El gran reto para la estrategia militar estadounidense en el siglo XXI es tratar de generar un acuerdo provisional entre sus expectativas y la realidad de los nuevos modos de la guerra contemporánea.

Datos cruciales: 

Desde 2006 el Pentágono solicitó un presupuesto de 55 mil millones de dólares para planeación y adquisición de armamento más un agregado de 25 mil millones de dólares para cubrir costos de la reorganización del ejército (p. 133).

Cápitulos relevantes para el proyecto: 

4. Immaculate Destruction: the impact of 9/11 on American military culture
5. The new American way of war: vision and reality in Afghanistan and Iraq

Trabajo de Fuentes: 

Franks, Tommy R. [2009], American Solider, New York, Harper Collins, 624 pp.

Nexo con el tema que estudiamos: 

El libro de Benjamin Buley ilustra, con registros bastante actualizados, la configuración de la guerra en el siglo XXI. Si bien su análisis no está enfocado en el movimiento de las corporaciones militares trasnacionales, el énfasis en la cultura militar y las distintas concepciones de la guerra por parte de los departamentos de Estados Unidos ofrece una respuesta a un aspecto central del proyecto: la pregunta por los sujetos de la guerra y sus motivaciones.

Estados Unidos es, tras el 11-S, el caso paradigmático de la configuración de los “nuevos modos de guerra”. Por tanto, el seguimiento de los registros sobre el tema es indispensable para construir el contexto en el que las corporaciones militares tienen sitio.