Tiempos póstumos: la vida en la pandemia

Daniel Inclán *


Para aquel que tiene una visión, por terrible que sea,
el punto culminante del terror va a ser el despertar. […]
Todo un “valle de lágrimas” se muestra a la persona
que despierta.

Walter Benjamin, Julien Green

La pandemia del SARS-CoV-2 lo eclipsa todo. Se presenta como la mayor amenaza del tiempo presente. Producto del protagonismo médico, de las construcciones mediáticas, de las acciones gubernamentales articuladas y de la intervención de organismos multinacionales, la nueva enfermedad reorganiza los órdenes discursivos y los criterios de verdad de la vida social en todas sus expresiones. El virus existe, se sabe poco de él, se expande de maneras diversas y aceleradas, es una amenaza mayor, pero no la única del momento actual. Poner al virus en el centro y aislarlo permite desplazar discusiones urgentes, que meses antes de la pandemia motivaban movilizaciones sociales masivas: el colapso ambiental, el patriarcado, el avance del autoritarismo, el racismo estructural, el cinismo de las élites económicas, el control de la vida por el mercado, entre otras. La controversia en torno al nuevo virus –sus efectos sociales y, sobre todo, económicos– sirve para tender una cortina sobre el colapso civilizatorio que se expande aceleradamente. La generalización de la enfermedad permite invertir el análisis y presentarla como causa y no como consecuencia: la COVID-19 se exhibe como el origen de una nueva y gran crisis (los superlativos sobran: “como nunca se había visto”, “la peor desde que se tiene registros”, “la más profunda desde hace un siglo”, etc.) y no como el efecto de un desastre mayor: el de la civilización industrial –para el cual no hay criterios de comparación, pues es un escenario inédito.

Pensar al nuevo virus como efecto y no como causa permite debatir temas urgentes. La misma pandemia destella en la intemperie de las contradicciones que se han eludido desde hace mucho tiempo, permitiendo ver que la mayoría de ellas llevan un largo rato definiendo el sentido de las vidas colectivas, sólo que por la premura de reflexionar sobre los asuntos coyunturales de la larga crisis no se les podía o no se les quería reconocer. En este texto se presentarán algunas líneas generales de discusión sobre dos temas: el tiempo y la vida. Materias que en los últimos lustros se consideraron como secundarias, como si fueran cuestiones metafísicas e irrelevantes para pensar la trayectoria del colapso capitalista. Por el contrario, en este breve ensayo se tratará de reponer la importancia de estas dimensiones, tanto para discutir los componentes del colapso y sus genealogías, como para pensar los escenarios posibles. El tiempo se discutirá a partir de la idea de lo póstumo: el proceso después del fin (el fin de las mitografías civilizatorias de la sociedad industrial). La crítica a la vida pondrá en cuestión la idea abstracta, universal y homogénea, que en tiempos de la pandemia se fortalece. A partir de esto se presentan algunas opciones de politización.

El tiempo ulterior

Algo terminó, asistimos a un fin, tal vez a varios que no se han registrado o no hay entereza suficiente para reconocerlos. Ante el inminente colapso, regresar al viejo mundo es el nuevo llamado civilizatorio (que ya no es el de antes, hoy: “nueva normalidad”, “desconfinamiento”, “retorno escalonado”, “reinventarse”, etc.). Ir de vuelta a un mundo orientado por el expolio, la explotación, la exclusión y la excepción; por el control discrecional de las formas de vida (humanas y no-humanas); por una guerra sin fin contra toda forma de historicidad (las vidas concretas que se oponen al tiempo vacío del progreso); por operaciones de curación y reinserción de las posiciones disonantes y disidentes al interior de la invivible vida capitalista (castigo, disciplina, control y terapia). A pesar de saber que todo estaba mal desde hace mucho, se quiere regresar a esa añorada “normalidad”: a la seducción capitalista, al mundo de los fetiches, al imperio de la servidumbre de consumo. Existe un ímpetu, con amplia aceptación, para que no se rompa la identidad generada entre capitalismo y realidad (López Petit, 2016): donde todo lo real es capitalista y todo lo capitalista es real, fuera de ello nada existe.

Se invierte radicalmente la afirmación de Karl Marx sobre la relación fetichista: hoy lo sabemos y aun así lo hacemos. Como nunca hay informaciones para estar al tanto que eso a lo que se quiere regresar es la causa del fin –hoy se puede reconocer que la pandemia es el síntoma del colapso y que sus causas son sociales y no biológicas. Emerge una compulsión por retornar a esas causas, bajo tres grandes imaginarios. El primer escenario, de tipo ingenuo, en el que se piensa que regresar a los tiempos perdidos permitiría organizar de otra forma las causas para evitar el colapso. En este imaginario el desastre, y la pausa que representa la pandemia, se manifiesta como un parpadeo que da tiempo para recomponer lo malo del proceso y redirigirlo a un mejor futuro. Un segundo escenario, el compulsivo, en el que se asume una posibilidad infinita de retornos en los que siempre que reemerja un escenario catastrófico habrá posibilidades de ir atrás y empezar de nuevo. En esta perspectiva lo que se pone en juego es la idea del eterno retorno del capitalismo sobre sus crisis y su superación necesaria; el sistema aparece como un ente que se alimenta de dificultades y crece al salir triunfante de cada una de ellas. Un tercer imaginario, el cínico, admite que el retorno permitirá radicalizar el crecimiento del sistema a pesar de poner el peligro toda posibilidad de futuro. Aquí, aunque se reconoce con transparencia que los beneficios se concentran en cada vez menos personas y en geografías de exclusión, existe el supuesto de que el progreso sigue goteando para el resto de las personas, por lo que una aceleración del sistema también traería beneficios para la “humanidad” en general. (En medio de ellos aparecen escenarios en construcción para no retornar, para pensar y habitar mundos hasta ahora inéditos; proyectos emergentes, con fuerzas desiguales y de los que queda mucho por saber).

Vivimos el tiempo del después, el tiempo posterior a los fines de las ilusiones civilizatorias capitalistas. El tiempo póstumo empieza a expandir su condición: la condición póstuma (Garcés, 2017), aquella que vive mundos sin historia, mundos de puros instantes en los que crece simultáneamente el miedo y la esperanza (las dos grandes formas de la inmovilización y del control social). El miedo a las amenazas “imprevisibles” e “inexplicables” (virus, desastres naturales; crueldad social, violencia, etc.); esperanza en que las cosas se compongan (por la vía del desarrollo y progreso) y que se restituya el orden social (por la vía de la autoridad fuerte). El tiempo póstumo dificulta las posibilidades de tiempos concretos, vuelve al tiempo el tiempo de la catástrofe –hoy, con mayor precisión, el tiempo de la pandemia (la pandemia es lo que lo define y a quien le pertenece). Hace ya mucho que el tiempo dejó de estar en las manos de las personas (cuando el tiempo se convirtió en unidad de medición capitalista se anunció un despojo del tiempo, una guerra contra la historia, convirtiendo al tiempo en homogéneo y vacío), hoy el despojo de los contenidos cualitativos del tiempo intenta ser total. Un despojo paradójicamente lleno de objetos que intentan ocultar el robo radical del tiempo; el universo de las mercancías reduce la densidad histórica del tiempo a un mero hecho de proveeduría (dar cosas a las personas para que intenten sin éxito dar contenidos cualitativos al tiempo de sus vidas).

El paroxismo del despojo del tiempo es el distanciamiento social y el confinamiento, el tiempo de la vida se reduce a un mero dato cronológico, cuyo único vínculo colectivo es el contagio de un virus, que se presupone homogéneo (pero que afecta de maneras desiguales a hombres y mujeres, a ricos y pobres, a jóvenes y viejos, a metrópolis y colonias). Lo homogéneo y vacío del tiempo hoy se presenta bajo la imagen de una enfermedad, la nueva amenaza al tiempo del desarrollo y del progreso (esos tiempos que redujeron a sus mínimas expresiones los tiempos cualitativos de la vida, los inconmensurables, inmanentes y contingentes). Una pandemia define el tiempo, alterando tanto los movimientos cotidianos como la relación del tiempo con la producción de valor (demostrando con radicalidad que el capitalismo no puede prescindir del tiempo del trabajo vivo para la creación de valor). El tiempo de la pandemia reparte de manera desigual la posibilidad de moverse en el tiempo, la excepción se desnuda: las policías, los militares, los médicos y los funcionarios públicos con tareas esenciales son las únicas personas que recorren en libertad el espacio público, el resto permanece en encierro. Se produce una nueva imagen del Leviatán, cambia el sentido de la vieja efigie de la portada del libro de Thomas Hobbes en la que las personas se subsumían en el cuerpo del soberano para darle forma; hoy se asiste a una nueva configuración de la soberanía: las personas desaparecen por completo, la soberanía es incorpórea, no hay entidad del Leviatán, los cuerpos se ocultan en sus propias casas y dejan el espacio público para aquellas funciones sociales y sus saberes especializados definan el sentido de la vida colectiva. El tiempo es de la pandemia y sus secuaces, los que al combatirla la alimentan, los que al tratar de contenerla la gestionan, los que al buscar una solución tratan de construir las condiciones para dar un respiro al problema de fondo: el colapso de la civilización capitalista.

El tiempo de la pandemia manifiesta un lapso más largo que se quebró y del que es mejor no hablar: el tiempo de la catástrofe de la sociedad industrial. La pandemia lo ocupa todo, hasta los rincones más pequeños de la vida, en la intimidad de los hogares, en el carácter críptico del sueño, la pandemia se hace presente para definir el tiempo y los contenidos de la vida. La pandemia se superpone a la realidad, como una cobertura de la dañada identidad entre realidad y capitalismo. El tiempo de la pandemia hace más fácil el disciplinamiento de la sociedad bajo lógicas militares y médicas: hay una guerra en curso contra un virus y se suman al frente de batalla los saberes especializados de la medicina. Momentáneamente se confirma la identidad entre vida y capital, lo que la pandemia pone en riesgo es en primer lugar la vida en su versión capitalista, de ahí que la lucha sea por la defensa de ese horizonte. Las formas cualitativas de vivir (aquellas que generan un vínculo político con el tiempo para construir contenidos singulares y prácticas colectivas consecuentes y comprometidas con ellos) no se presentan como pérdidas en la pandemia, se subsumen a las cifras genéricas nacionales, regionales o mundiales. Esta omisión no es nueva, durante lustros estas formas de vida han sido negadas, presentadas como anormales por no generar una identificación plena de la vida con el capitalismo (comunidades indígenas, comunidades campesinas, grupos autónomos urbanos, colectivas feministas, etc.).

¿Después del fin cómo se vive? ¿qué forma de vida se puede construir cuando hace tiempo que ya no se sabe trabajar con el tiempo, cuando lo homogéneo y vacío se vuelve la norma, al punto radical que la vida se reduce a un mero acto de sobrevivencia? ¿Qué tiempo se puede construir a partir de las interacciones mediadas por el orden tecnológico –otra expresión radical de la expropiación del tiempo? Cómo vivir el tiempo, considerando que es una condición necesaria para poder construir mundos.

La inflación de la vida y la reducción de sus contenidos

La Vida es otro de los grandes sustantivos del capitalismo, una palabra a través de la cual se ha intentado reducir, bajo el principio de identidad, una multiplicidad de formas a lo Uno. Producto de la gran civilización de las abstracciones que se viven como si fueran concreciones. Esta operación de reducción es, al mismo tiempo, una operación de inflación. La vida está en todas partes y es objeto de defensa de todas las posturas políticas; es objeto de renuncia de todos los deseos de vivir con el propósito de asegurar la sobrevivencia: se renuncia a la vida para poder vivir –enorme paradoja de la excepción médica en el tiempo de la pandemia. La vida se vuelve una obligación, un gran mandato: si es la expresión de lo uno por excelencia (la vida en general) quienes la poseen están condenados a soportarla, a sobrevivir su propia vida bajo la forma de lo igual. Hoy bajo la imagen de un mundo encerrado, distanciado y medicalizado en defensa de la vida (y si se lleva al extremo la idea, el rostro de la vida se disuelve ante la generalización de cubrebocas o barbijos, un gesto definitivo de homogeneización). Aunque esta generalización del rostro cubierto abre puertas creativas para construir una imagen singular (tapabocas de fabricación casera o materiales reciclados con leyendas, colores, imágenes), no en todos los casos escapa de la diferenciación artificial del mercado del capitalismo decadente (aquel que produce mercancías “personalizadas”, con el objetivo de asegurar una distinción mediante el consumo). Sólo los que logran apropiarse de la construcción de la máscara son aquellos sectores que han recuperado en sus manos la autoproducción, la autogestión vernácula de los cubrebocas. El resto sigue dependiendo de la equivalencia producida por el mercado.

En tiempos de pandemia se olvida con mucha facilidad que la vida genérica se inventó como condición de posibilidad para la presencia de una razón que sujeta todas las formas concretas de existencia: la del valor que se valoriza –la vida es su materia, su medio y su magnitud. Para cumplir estas funciones es necesario reducirla a su mínima expresión, despojarla de condiciones histórico-concretas y rebajarla a un principio de equivalencias. En la pandemia esas equivalencias están protegidas por saberes médicos universales, elaborados a partir de una idea genérica de cuerpo humano (sin diferencias de género, raza o clase). La vida se presenta radicalmente como una, idéntica para todas las personas, para todos los tipos de cuerpos, en todas las geografías, en todos los contextos culturales. Esta generalidad discursiva y práctica esconde las violencias particulares contra mujeres, jóvenes, infantes, grupos étnicos, migrantes, entre otros. Todas estas violencias aumentan en el tiempo de la pandemia. La generalización de la vida es una cortina que esconde las violencias que sirven para definir qué vidas merecen ser vividas y qué vidas no.

En tanto invención capitalista, la vida genérica ha mutado para adaptarse a las necesidades históricas del proceso de valorización; se han construido mecanismos para domesticarla y para reducir los efectos críticos de las manos rebeldes de las personas que están detrás de la creación de la riqueza social. El siglo XX fue el siglo de los grandes experimentos sobre la vida, convertida desde el siglo XVIII en un asunto prioritario de la política y la economía (Agamben, 2017). Desde ese periodo se avanzó en la ingeniería social para adaptar las reducciones de lo concreto de las formas de la vida al universo de las abstracciones de la vida genérica. Pero es en el siglo XX donde el reajuste se lleva a sus máximas expresiones: la vida ya no es sólo vida, se vuelve vida cotidiana (López Petit, 2016). Esto parece una redundancia a primera vista: la vida que sucede todos los días. Quotidie es en latín un adverbio para dar cuenta de lo que sucede cada día. La deriva romance hace de cotidiano un adjetivo. Mirado con más atención, se puede reconocer que en la raíz de cotidiano está el término quot que servía para preguntar sobre el valor de algo (de ahí que de la misma raíz deriva cotizar); en este sentido, no es descabellado leer a la vida cotidiana en el capitalismo como el valor diario de una vida. Para el capitalismo es claro que este valor diario se mide en función de su relación con la creación de plusvalor. Definir ese cuánto del día a día robado por el capital es una lucha abierta en tiempos de la pandemia. Hoy hay una disputa por reorganizar la magnitud de vida que es necesaria para la reproducción del valor, para la reactivación económica después de la pausa y el reajuste necesario.

Si la vida es un mandato (entiéndase, vivir bajo los criterios de la vida cedida al capital), vivir se convierte en un lastre, más propiamente una cárcel (López Petit, 2003). Y en el tiempo de la pandemia esta imagen adquiere plenitud radical: la vida es una prisión y las casas las celdas. La vida misma es un encierro del que no se puede salir, porque las personas están condenadas a cumplir las exigencias éticas y estéticas del capitalismo. El paroxismo de esto era el modo de vida estadounidense, en el que se impuso el modelo de persona autárquica y autoparida (varón, blanco, religioso, sacrificado), que no necesitaba más que de su vida para el éxito. Más allá de su tipo idealizado, este mandato no produce sino impotencias, incluso para aquellas personas que aparentemente lo encarnan; porque incluso ahí, en las historias de éxito, concurre siempre la falta: nunca es suficiente cuando la vida es un mandato que aprisiona. En el tiempo de la pandemia se hace más densa la imposibilidad del éxito: ningún acto es suficiente, ninguna renuncia alcanza, ningún sacrificio resuelve la amenaza del virus.

Ante el fracaso del mandato del éxito emergió uno de sus resultados más funestos: la sociedad terapéutica, que palía los fracasos y enseña a las personas cómo comportarse ante ellos, cómo no sucumbir en el intento y seguir adelante para encarar nuevas frustraciones. Antes de la pandemia la expresión más evidente de décadas de sociedad terapéutica fue la crisis de los painkillers (desde los analgésicos hasta los ansiolíticos) en Europa y Estados Unidos, sumado una extensa y casi invisible red de medicalización que actúa desde la infancia hasta la vejez para paliar el dolor que es vivir. Hoy el suspenso de la COVID-19 permite experimentar nuevas formas terapéuticas, nuevas operaciones para dar oxígeno a esas vidas que durante años se vaciaron de cualidades; se expanden los eufemismos terapéuticos: “renovarse”, “tener creatividad”, “ser resiliente”, “inventar formas de convivencia”, “producir mecanismos para demostrar cariño”, etc. Una vez más se infantiliza a las poblaciones para enseñarles cómo es que se tienen que comportar de manera adecuada para ser parte de la población civilizada, de la buena población.

Ahí donde las personas no pueden hacer exitosa su vida, despojarla de pliegues y zonas oscuras, están los especialistas –hoy con uniforme médico y sus refuerzos, los policías. En los mejores casos las personas se convierten en sus propios especialistas, en sus vigilantes eternos: autodisciplinados, autocontrolados, en alerta para evitar cualquier exceso no permitido en el que se puedan producir pliegues en la vida (donde pueda alojarse el virus) o que ponga en amenaza la vida genérica de una humanidad genérica (una ola masiva de contagios). En ambos casos, el saber especializado o el autocontrol, se expresa cabalmente la configuración de la vida como cárcel: no se puede salir de ella, estamos condenados a vivirla bajo las formas que se le imponen. Se llega a un punto en el que la pelea por la vida cotidiana se reduce a un mero sobrevivir, a una renuncia de contenidos históricos: el encierro vuelve al tiempo una suma de instantes, instantes que sirven para matar el tiempo antes del añorado retorno.

Lo que falta

Hoy es una ilusión el deseo de poder regresar al orden, porque las condiciones que lo hacían posible han estallado mucho antes de la pandemia. La integración del capitalismo presenta grietas enormes, su realización plena (estrictamente capitalista) es en islas cada vez más cerradas. El resto de las personas vive amenazado de quedar sin mundo (capitalista), paradójicamente saturado de él, de sus formas, de sus deseos, de sus dinámicas, de sus desechos, de sus cadáveres.

El peligro del tiempo póstumo no sólo es que reproduzca de manera distinta las formas del tiempo plenamente capitalista, que se conduzca por sus dinámicas de intercambios abstractos, por sus tendencias civilizatorias, por sus jerarquías de género, por sus escalafones raciales, por sus ordenamientos escalonados de las existencias (humanas y no-humanas). Lo más peligroso es no encarar la angustia que produce la incertidumbre del tiempo: ahí donde las cosas acaban no hay certezas del porvenir, no hay ritmo regular más allá del que se logre construir por las interacciones colectivas, por la capacidad de los cuerpos de habitar el tiempo y construirse un emplazamiento. Vivir la angustia no significa vivir angustiado, lleno de incapacidades para definir el sentido de la vida; encarar la angustia permitiría expresar el odio a la vida que impuso el orden capitalista (López Petit, 2016): odiar esa forma abstracta de vivir (su precariedad, su serialidad, su transparencia, sus contenidos homogéneos). Vivir la angustia recuerda que todos los seres son mortales, y que la humanidad en particular puede dejar de existir (y no como resultado de un destino divino, sino como consecuencia de las historias humanas).

El reto del tiempo póstumo es no hacer tabla rasa de lo pretérito. No hay tiempo histórico sin trabajo con el pasado, lo que presupone una relación crítica con los acontecimientos; para no convivir con los viejos verdugos y sus proyectos como si no hubiera responsabilidades de las cuales hacerse cargo; para superar la idea abstracta de la humanidad (otro gran sustantivo del capitalismo). El reto es construir memoria como operación de justicia, aunque con la homogeneidad de la pandemia se hace cada vez más difícil.

Otra cosa que permite politizar la angustia y el odio a la vida capitalista es salir de la trampa autoritaria: el deseo de la autoridad concentrada como única certeza. También ayudaría a no confundir la solidaridad con la renuncia a un poder impersonal (que repone las relaciones verticales del mundo capitalista: hombres sobre mujeres, jóvenes sobre viejos, nacionales sobre extranjeros, ricos sobre pobres, etc.). Habitar la angustia no debiera ser una operación de renuncia. En el tiempo póstumo todo está por construir. Uno de sus mayores retos es reconocer las ruinas del mundo que termina y poder refuncionalizarlas para abrir caminos y pensar el vínculo político con el tiempo desde otras implicaciones.

Esta es una de las formas de pensar un camino distinto al de la biopolítica, al poder terapéutico, a las dinámicas de autocontrol y transparencia. La vida aparece entonces, de nuevo, como esa zona incierta, llena de pliegues y contornos grises; como un proceso plural no-unívoco y no-homogéneo. La vida dejaría de medirse para vivirse, construyendo mecanismos para querer vivir. En el control autoritario de la pandemia este querer vivir se presenta como afrenta a las disposiciones de saberes especializados, como negación de la reducción de la vida a un dato biológico homogéneo.

El reto es enorme, porque la ortopedia del capitalismo es tan grande que aún ante su caída es tan difícil imaginar otro orden de cosas posibles. Incluso hablar de ello es un mecanismo de refuncionalización si no se logran abrir caminos prácticos para la práctica de la crítica. O, por el contrario, hacer de la crítica un camino que alimente el autoritarismo como base de una socialidad aún más destructiva que la capitalista.

Hoy el virus se presenta como ese bastidor que intenta administra el tiempo póstumo y sus posibilidades. El virus existe, sin duda, desborda los saberes sobre los malestares físicos de las personas; pero hasta ahora es la gubernamentalidad capitalista la que ha dado rumbo a la oportunidad que el virus abre en el tiempo. Se reduce la politicidad hasta el punto de cederla a un saber especializado, médico-militar, en una nueva guerra refundante del capitalismo: la guerra contra la COVID-19.

El tiempo póstumo abre la posibilidad de no ceder ante la angustia y empezar a imaginar y crear escenarios. Incluidos aquellos en los que los cuerpos desnudos se arrojan por voluntad a lo incierto para darle forma a la vida. Cuerpos en los que la vida aún late, a pesar de sus limitaciones y contradicciones; cuerpos en los que la vida no se tiene como a un objeto, sino que se busca como a un querer.

Bibliografía

Agamben, Giorgio [2017], Stasis. La guerra civil como paradigma político (Homo sacer, II, 2), Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

Garcés, Marina [2017], Nueva ilustración radical, Barcelona, Anagrama.

López-Petit, Santiago [2003], El infinito y la nada. El querer vivir como desafío, Barcelona, Bellaterra.

López-Petit, Santiago [2016], Breve tratado para atacar la realidad, Buenos Aires, Tinta Limón.